Al fondo de la sala, y a cierta altura del suelo, estaba la mesa del prior. Paralelas a los muros laterales, en un plano inferior, las de los monjes. Nada especial. Lo habitual en un refectorio, sin embargo, éste era diferente porque a poco que uno se girase vería sobre la cuarta pared la del Maestro. Una distribución insospechada y digna de contemplar, especialmente a la hora del almuerzo cuando el prior y Jesucristo se sentaran frente a frente con la comunidad en medio.

Era media tarde, hora de vísperas en el monasterio. La luz crepuscular que bañaba el mural día y noche se confundía, ahora, con la que realmente entraba por los ventanales de Santa María delle Grazie. Nuestro hombre parecía fascinado. Contemplaba la escena inmóvil, sumido como en una especie de duermevela que le impidiera distinguir esa línea divisoria que se supone debiera separar de manera inequívoca el sueño de la vigilia o las sombras de la realidad tangible. En el aire aún flotaban las palabras de Cristo. El silencio era absoluto. La escena, sobrecogedora. En el centro de la mesa estaba el Maestro con la mirada baja y gesto tranquilo. A su lado los apóstoles se habían dividido en grupos y comentaban entre indignados e incrédulos la traición a punto de acontecer. Los trece esperaban a los dominicos para, juntos, tomar el refrigerio.

Sucedió que, dos años antes, nuestro hombre había optado por la celebración de la Pascua judía según la narra en el Nuevo Testamento el evangelista Juan. Podría haber sido otro el motivo, pero éste le pareció adecuado para el mural que el Gran Duque le había encargado. Al fin y al cabo, ni estaba destinado a un fastuoso salón ni a la delicada alcoba de una dama. Se trataba, sencillamente, del refectorio de un convento. Lo verdaderamente irrenunciable, cualquiera que fuese el argumento narrativo, era resaltar de manera diáfana la dimensión humana del Hijo de Dios. Rotundamente. Sin ambages.

La condición mortal del Hijo de María había sido su obsesión desde que aceptara el trabajo. De ahí el pan sobre la mesa. Un detalle en apariencia nimio pero del que se sentía especialmente orgulloso porque hacer partícipe al Maestro de un acto tan vulgar como la ingesta de alimento suponía expresar con sencillez una complejidad teológica que había traído de cabeza a la Iglesia durante siglos. La doble naturaleza de Jesucristo era lo que buscaba y ahora, contemplando el muro, se sintió satisfecho. Allí estaba su condición humana plasmada con naturalidad pasmosa, pero solo él sabía lo duro que había resultado el proceso creativo.

Fueron muchos los problemas desde que, en torno a 1494, Ludovico el "Moro" le encargara un fresco para Santa María delle Grazie, la iglesia del convento de los dominicos. El duque la había levantado muy cerca de palacio y ahora quería embellecerla para crear un mausoleo digno de los Sforza.

En un principio, no lo vio con buenos ojos. Era un trabajo modesto y sabía que difícilmente recibiría nada a cambio pero ni por un momento pensó en rechazarlo. La petición la hacía un Sforza y por incómoda que fuese había que llevarla a buen término porque sin el consentimiento de esta familia no se ejecutaba una sola obra en todo el Ducado.

Por aquellos días trabajaba en Florencia y cuando supo del interés del "Moro" partió de inmediato para Milán dejando a medias el óleo encargado por los agustinos de San Donato de Scopeto y por el que recibiría 28 ducados. Un pago muy distinto al del caso que nos ocupa.

Por "La Última Cena", un mural de más de cuatro metros de alto y casi nueve de largo actualmente Patrimonio de la Humanidad, no cobró ni un sólo céntimo. Es más, Ludovico "El Moro" ni siquiera se dignó preguntar su precio, se limitó a regalarle una pequeña viña. Una compensación insultante para una obra genial, pero de la que el gran Leonardo da Vinci, eso sí, no se desprendería jamás.

A punto de cumplirse el quinto centenario de la muerte del artista he recordado la anécdota. Me gustó cuando la escuché y os la tenía que contar.