Llega el Día del Libro y nunca sobra dedicarle unas letras al invento más importante de la humanidad. Caigo en la cuenta que darle letras a la letra es un poco redundante. Al libro lo que hay que dar son ojos y tiempo, aunque un poeta diría que sobre todo amor. Ojos, miradas amorosas, incluso bocados, como quien come disfrutando ese alimento del espíritu que debería ser tan cotidiano como el sentarse a la mesa. Los amantes de la lectura suelen sentarse a leer y tienen sus acomodos preferidos, desde el sofá a la cama, pasando por sitios de lo más inverosímil, con tal de dar cuenta de páginas de alimento que no empacha. Confiesa el polígrafo Savater que ha de disciplinarse para dejar de leer y ponerse a cosas también necesarias. Sin llegar a tanto, uno desearía permanecer junto a las letras más tiempo del que dispone, porque leer me ha dado placer, entretenimiento, cultura una poca, tema de conversación, información y facilidad en el estudio.

Leer da placer, rima fácil, pero es verdad si entramos a la lectura con buen pie desde pequeños, como cuando entramos en el agua poco a poco al tomar un baño que nos va proporcionando ese agradable gusto que hace que volvamos a la playa.

Puede que te reproches haber estudiado lo que al cabo no te ha servido para tanto. Pero nadie se arrepiente de haber aprendido a leer, a cruzar esa puerta giratoria de todos los caminos. Deberíamos guardar memoria de quienes fueron las comadronas que nos ayudaron a ese nacer a la vida del conocimiento, generalmente mujeres: madres y maestras, pero también maestros y padres que nos enseñaron a descifrar esos garabatos llamados signos de escritura con los que desde Homero a Einstein se ha logrado ir explicando una pizca del mundo al que la vida nos ha traído.

Si placer es leer, los libros son un tesoro, aunque ahora sobren, menos donde más falta hacen, como países y escuelas del tercer mundo. Quienes atesoran libros suelen ponerle marca de propiedad a cada uno, conocida como EX LIBRIS, en forma de sello o estampa, que contiene un dibujo muy significativo para el propietario, junto a su nombre. El mío es el que ven reproducido al pie de estas líneas: un burro. Elegí a este animal por múltiples referencias a mi infancia, donde era, como en cualquier casa rural, el taxi para todo, tanto de personas como carga ligera. El burro es un animal generalmente manso y dócil al que la literatura y el refranero han tratado de forma despreciable unas veces, poniéndolo como ejemplo de ignorancia, o de modo más noble, como vemos en la Sagrada Escritura, portando a Cristo en su entrada a Jerusalén. Mi burro era de esta condición: manso y noble como pocos, y además de un recurso socorrido para todo tipo de faenas ligeras, una mascota grande que se hacía querer, singularmente por los niños. Y si les recuerdo que la obra cumbre literaria del español es El Quijote fíjense que hay cuatro protagonistas: dos humanos y dos animales, uno de ellos un burro, el rucio de Sancho Panza.

El asno de mi infancia bien merecía un libro como "Platero", si el que escribe pudiera aproximarse, mal que bien, a la prosa de Juan Ramón Jiménez que tantas veces repaso con la imagen entrañable de mi buche.

Leer, abrir un libro y otro como quien abre las ventanas de casa, para ventilar la mente con diferentes títulos y temas. Esto es el vicio y la virtud de la lectura. O releer como quien repite un plato de comida bien aderezado. Y sentirse bien.

Y sentirme relajado entre mis recuerdos envueltos en papel estampado de letras. Era un niño. En el prado el burro pacía la hierba recién nacida en aquella primavera generosamente húmeda. Yo tumbado mientras tanto y confiado, leía los primeros cuentos, o quizá me los leían. No importa el dato exacto. Yo era feliz como el poeta Premio Nobel: " ¡ Quién, como tu, Platero, pudiera comer flores...y que no le hicieran daño!".

¡Tarde equivocada de abril!... Los ojos brillantes y vivos de Platero copian toda la hora de sol y lluvia, en cuyo ocaso, sobre el campo de San Juan, se ve llover, deshilachada, otra nube rosa."