Al contrario que M. Rajoy, yo tengo una capa alistana. No me la tiene que prestar nadie. Pero también al contrario que él, nunca me la he puesto. Supongo que porque yo sé lo que es, para qué sirve y qué significa; al contrario que él, a quien, estoy seguro, nadie le explicó tales detalles. Mi capa alistana era en realidad de mi padre. Tampoco él, a decir verdad, la usó mucho. Quizá un par de veces. La compró, en su momento, para lo que era: irse con el ganado, de pastor, cuando había que cuidar ovejas. Pero no llegó a ser pastor ni tuvo que pasar tantas noches al raso, a la intemperie, en el campo, como temía. La acababa de comprar, me contó, cuando surgió lo de Alemania. 1962 o 1963. Con otros amigos del pueblo, ya casado, con dos hijos pequeños, con muchos hombres y mujeres de las comarcas aledañas, de Zamora entera, del medio país que hoy llaman "la España vacía", vino a la capital, se apuntó en el Instituto de Emigración y a los pocos meses partió en una expedición colectiva. Un tren inmenso -para mis ojos de niño, siete años- paró en la estación de Zamora y recogió a una muchedumbre, la mayoría varones, cargados con maletones raídos, atados con cuerdas. A mi padre, como a los demás, le pusieron una etiqueta en la solapa. Allí estaba la dirección a la que iba y la fábrica en la que tenía que trabajar. Ninguno, como es natural, sabía otro idioma que el de nacimiento. Así que iban "facturados" como paquetes, como sus maletas de cartón pintado o mimbre. Se fue el tren de los emigrantes y atrás quedaron -quedamos- familias, pueblos, provincia y la apenas estrenada capa alistana de mi padre. Un año después le siguió mi madre, mientras los hijos quedamos en internados o al cuidado de familiares.

Regresaron ambos de modo definitivo década y media después, redondeando. Mi padre volvió hecho un "señorito". Ya sabéis como son los emigrantes. Había cambiado la boina o la gorra de visera, por elegantes sombreros. Y vestía de domingo -como decían en los pueblos- todos los días. También volvió roto físicamente. Y no vivió muchos años. Así que la capa alistana no volvió a usarse y quedó guardada en un viejo baúl. Mi madre la aireaba cada año para que no se estropeara y la volvía a guardar entre alcanfor para evitar la polilla. Cuando su dueño murió quise quedármela. Y la tengo en casa, sin usar, pero colgada en un perchero. Me gusta tenerla a la vista. Impide que me olvide de dónde vengo. Me recuerda cuál pudo ser mi destino, si mis padres no hubieran dejado todo lo que conocían, tenían y amaban, para buscar un futuro distinto, no tanto para ellos como para sus hijos.

La capa parda de Aliste no es una prenda festiva o de ceremonias. Leí algo así en una noticia sobre la que le pusieron a M. Rajoy y me llevaron los diablos. La capa alistana era lo que se ponían los pastores para sobrevivir días y días, semanas y meses a la intemperie, lloviese o cayesen rayos, helase o nevara. Es un tejido vasto, muy grueso y pesado, hecho al modo en que se trataban los tejidos en los viejos batanes de las aceñas: a golpes para que no quedase una sola rendija por la que pudiera colarse el fío o el agua. La capa de Aliste es la antítesis de la ropa de ceremonias y urbana. Se hizo para los más humildes, para quienes tenían que dormir o caminar arrebujados en ella, cuidando al rebaño, en cualquiera de las estaciones y circunstancias. Así, al menos, es la capa que yo heredé de mi padre y que conservo, literalmente, como oro en paño. Eso es lo que es, paño que vale más que el oro. Pero por su significado, tanto de utilidad como simbólico. Y me indigna que ahora la luzcan en ceremonias vacías unos lechuguinos de corbata y asfalto, que se creen incluso con derecho a compartirla con quienes han negado cualquier futuro a comarcas como la de Aliste.

Algo sí tengo en común con M. Rajoy y es que ambos tenemos pasado. Pero solo en el mío tiene sentido la capa parda de Aliste. Para él y los suyos es un disfraz. Y ni siquiera saben de qué. Un respeto.