En breve serán las ferias del libro. Pocos placeres tan espectaculares hay como salir un sábado al encuentro de la mañana primaveral de brisa leve y escaso calor, caminar hacia los puestos que exhiben libros, engolfarse viendo solapas y acariciando volúmenes, curiosear, preguntar, admirarse, sobar novedades. Y dirigirse luego a tomar un buen vino o una caña fresquita con sus correspondientes aceitunas mientras de nuevo sacamos de la bolsa los ejemplares adquiridos y los ojeamos y hojeamos. Vendrá el almuerzo y luego la siesta y la tarde se abrirá ante nosotros con la perspectiva de la lectura. Felicidad pura.

Claro que después la realidad puede ser otra: una feria del libro raquítica en cuanto a número de expendedores o en el quinto cono, cono naranja fosforito de esos que ponen en las obras. O una feria desnuda de gente, ayuna de visitantes, marcada por ausencias. Una vez fui a la Feria del Libro de una pequeña localidad. Y no había nadie. Bueno, estaba el coordinador, que me dijo que si no me importaba firmar libros. Le dije que no había escrito ninguno y me respondió que no importaba. Me señaló un asiento y tomé asiento. A veces soy así de previsible. Era el asiento de firmar. Una vez sentado, el coordinador me dijo que si no me importaba levantarme y ponerme en la cola para que me firmaran el libro. No entendí nada, o mejor dicho, lo entendí todo, así que me levanté, miré al sillón y dije: fírmeme el libro, por favor, es para un amigo. Ponga, con cariño, para Eustaquio. A continuación corrí a sentarme y dije: será un placer. Y estampé la firma y la dicha dedicatoria. Creo que en un libro de buenas prácticas fiscales en Islandia. A continuación, el coordinador me rogó que antes de irme diera las gracias por venir a todos los asistentes a la Feria, dado que el concejal de Cultura estaba muy ocupado como para venir. Me subí a un atril e improvisé un discurso. Discurso, para ser sincero, amigo lector, que no pasará a la historia de la oratoria, pero que tuvo el mérito de tener buena estructura a pesar de ser improvisado. Me bajé del atril (y esta vez sin que el coordinador me dijera nada) y aplaudí, me volví a subir y di las gracias por los aplausos. Tan metido estaba en mi papel que no reparé en que el coordinador se había ido. O era yo, que nunca se sabe, que últimamente estoy muy polivalente.