La mujer que en torno al 953 partió camino del monasterio de San Salvador de Tábara con un pequeño hato en la carreta como único equipaje era el miembro más joven de la quinta generación de una familia de comerciantes cordobeses. Su nombre era Ende y cuando aquella madrugada abandonaba la ciudad por la puerta de poniente nadie pensaba que su estancia entre los frailes fuera más allá de nuestra Señora de la Asunción. Sin embargo, fue allí donde ganó su bien merecida fama.

Todo había empezado dos siglos antes cuando tribus norteafricanas pasaron el estrecho y a tres leguas de Arcos, muy cerca de Jerez de la Frontera, derrotaron a Don Rodrigo. Comenzaba una nueva era y mucho más tarde Ende, sin saberlo ni consentir en ello, habría de participar en alguno de los cambios que acontecieron aunque cuando sus padres la eligieron para que abandonara el domicilio familiar en modo alguno lo hicieran pensando modificar usos o costumbres sino en que su partida supondría una boca menos que alimentar.

Vivía, entonces, en Córdoba la abuela Rosamunda. Ella fue la primera de la saga. Una excelente madre que engendró ocho hijos, seis varones y dos hembras. Los primeros fueron trillizos. Nacieron sanos y fuertes pero murieron muy pronto formando parte del ejército de Muza en la Peña de Francia, cerca de Segoyuela de los Cornejos, cuando trataban de apresar al último rey godo en su apresurada huida desde Mérida.

Los dos siguientes fueron hembras. Las parió muertas, sin ojos en la cara y unidas por la cadera y al sexto se lo llevó la peste sin que las sangrías aplicadas por los físicos sirvieran de nada. Parecía imposible más dolor, pero aún habría de ver morir a otro corneado por un astado.

Finalmente, con el útero seco volvió a quedar empreñada. Así le plugo al Todopoderoso. Nació el benjamín en el octavo mes de gestación y en el parto a punto estuvo de desangrarse pero cuando volvió en sí Rosamunda agradeció al Altísimo la gracia de la concepción y pidió su bendición para el vástago recién parido.

Fueron, los de la crianza, años convulsos. Hispania acababa de ser invadida por gentes de tez oscura que pretendían fundar un emirato independiente en al- Ándalus. Adoraban a un Dios extraño y portaban espadas de un solo filo capaces de separar de un tajo la cabeza del tronco de un cristiano.

Algunos huyeron. Otros, como Rosamunda, se quedaron. Corría el año 711 y con la abuela comenzaba una historia que culminaría dos siglos más tarde en el noroeste peninsular donde uno de sus descendientes habría de brillar, con fuerza tal, que acabaría eclipsando y condenando al olvido cualquier otro logro familiar. Se llamaba Ende.

Era muy joven cuando ingresó en el monasterio de San Salvador de Tábara y nadie hubiera imaginado que aquella novicia acabaría rompiendo la creencia generalizada de que la hembra había sido creada sin más función que la de parir y satisfacer urgencias. Mucho fue lo que hubo de sufrir en el cenobio por su condición de mujer y abundantes las lágrimas que derramó en la soledad de su celda a escondidas de la morbosidad de los monjes.

Apenas traspasado el portón de entrada ya percibió el rechazo que provocaba su condición de fémina. Tampoco tenía recursos con los que contribuir al mantenimiento del monasterio por lo que las burlas se multiplicaban. El aprendizaje fue duro, sin embargo, habían sido muchas las leguas recorridas hasta llegar al scriptorium tabarés como para renunciar a sus sueños por el empeño de algunos. Finalmente, talento y esfuerzo fueron recompensados.

Corría el año 975 de la era cristiana cuando estampó su firma, junto a la de Emeterio, en el colofón del llamado Beato de Gerona. Era la culminación de su obra y se cumplía, así, el deseo del señor abad Arandisclo que se había comprometido con el prior Dominicus a copiar los "Comentarios al Apocalipsis" del venerado Beato de Liébana.

Tras cinco años de frenético trabajo, los monjes y monjas de San Salvador lo habían conseguido. Unos tejieron. Otros pintaron. Algunos, los menos, escribieron. Todos en el más completo anonimato para mayor gloria de Dios Nuestro Señor Jesucristo. Allí no había lugar para lucimientos personales, alguien sujetaba el punzón pero era la comunidad quien lo guiaba. A Ende le cupo dibujar.

Lo dice Sennior, el escriba.