Estaba a punto de retirarme a descansar el jueves por la noche. Había tenido una jornada movida, pero ordinaria. Y -como hago todos los días de la semana- me alejaba de la televisión, había puesto el teléfono móvil para que recargara la batería.

Me había desprendido del reloj de pulsera y las gafas para que no me molestaran durante la noche. Y, al pasar por el salón y despedir a mi esposa, que no coincide conmigo en las horas de sueño, me llamó la atención sobre unos ruidos que no eran corrientes a esa hora y, al parecer, abundaban en frases insultantes. Vi en la calle una multitud desacostumbrada y advertí que la actitud de los viandantes no era pacífica y corriente. Sobre todo me fijé en un grupo que destacaba por su aspecto levantisco y proclive a la violencia.

Y entonces comenzó el barullo y el comportamiento bastante salvaje de aquella gente. Algunos vehículos estaban sobre la acera del frente y en la calzada se hallaba tirado uno de los contenedores que están a diario delante de nuestra fachada y frente a los dos supermercados de alimentación, uno normal y otro con mercancía rara y mundial, que están en nuestro número y en el anterior de la calle. De repente advertimos que unos individuos de las gentes tumultuosas se dedicaban a prender fuego en el contenedor que cerraba el tráfico por la calzada. Nos sobrecogió el inminente peligro que aquel fuego representaba: en nuestra calle estacionan los automóviles en ambas aceras y en la nuestra sólo los tres contenedores situados junto a la acera alteran la fila continua de automóviles estacionados. Era muy posible, por tanto, que las llamas del contenedor incendiado impactaran sobre algún escape de gasolina que se hubiera producido; y una explosión se propagara a los automóviles estacionados en toda la calle y se extendiera a los edificios (aunque la acera sea bastante ancha) y prendiera en los árboles que ornamentan la calle en toda su longitud.

Se avisó a la Policía y llegaron muchos vehículos que se encontraron con serias dificultades hasta el punto de no poder avanzar. Igual le ocurrió al coche de bomberos, que había llegado con la intención de apagar el fuego producido. A esto se unía la feroz lucha que se había entablado entre los policías y los alborotadores. Del resultado nos hemos enterado al final y al día siguiente cuando la prensa y la televisión han hablado de los detenidos y los heridos, en su mayor parte entre los agentes del orden. También pudimos ver que el grupo de los antisistema habían atacado la sucursal que tiene Bankia en la esquina de nuestra calle con la calle del doctor Fourquet, en los números impares de la calle Argumosa. Allí no quedó la cosa en el deterioro, ya que -según las noticias- los asaltantes se apropiaron de ordenadores y otros objetos de valor o utilidad. En todo lo ocurrido había influido la propagación de una mentira: se decía que un africano mantero había fallecido, perseguido por la Policía y a golpes de la misma. Y tal mentira era manifestada incluso por un concejal de la Corporación Municipal de Madrid, cuya dimisión se ha solicitado insistentemente sin éxito. El día siguiente se multiplicaron las convocatorias para una nueva actuación masiva. La convocatoria era para las seis de la tarde, en una plaza del barrio, situada entre la Plaza de Lavapiés y la de Tirso de Molina. Al oír tan repetida convocatoria, temíamos que el acto programado para la noche iba a dejar chico al del jueves 8 de Marzo. Sin embargo y contra el temor que invadía a la ciudadanía, aquella tarde-noche no ocurrió la algarada esperada. El motivo era claro: del mismo modo que el día 8 el grupo tumultuoso mascaba la falsa noticia de la actuación de la Policía en la calle del Oso, el día siguiente había cundido la verdad de lo ocurrido: según multitud de testimonios, de muy diversas procedencias, el africano fallecido había sufrido una parada cardiorrespiratoria como consecuencia de una enfermedad crónica que afectaba a su corazón. Un amigo que lo acompañaba en dirección a su casa avisó del desplome de su compañero a una patrulla que, ajena a toda persecución, cumplía en el barrio el cometido de presentar varias notificaciones por motivos urbanísticos. Los miembros de esta patrulla intentaron reanimar al africano moribundo y avisaron al SAMUR, cuyos miembros tampoco pudieron nada por llevar la vida al africano moribundo. Esta fue la actuación de la Policía en el luctuoso suceso de la citada calle del barrio de Lavapiés. Y la difusión de esta verdadera participación de la Policía calmó los ánimos artificialmente alterados la noche anterior.