En estos momentos hay en el mundo más tarjetas SIM que seres humanos. La tarjeta SIM es ese trocito de cartón con un circuito impreso que introducimos en una ranura del móvil para que se ponga a nuestro servicio y no al del vecino. También se utiliza para las tabletas y quizá para otros dispositivos en los que ahora no caigo. La ranura de estos aparatos es muy misteriosa. Cada marca la tiene en un lugar distinto y constituye el almario del móvil. Si sacas la tarjeta y colocas otra, la de tu cuñado, por poner un ejemplo, el aparato ya no te pertenecerá a ti, sino al hermano de tu mujer. Nosotros no somos capaces de leer lo que pone en el circuito impreso, pero el teléfono sí. El teléfono dispone de capacidades de las que usted y yo carecemos. Si te roban el "smartphone", lo primero que has de hacer es anular esa tarjeta para que nadie usurpe tu identidad. Es muy fácil: basta con una llamada a tu operadora. Luego, te acercas al establecimiento que se encuentre más cerca de tu casa y por poco dinero te sacan un duplicado del alma anterior. Fingimos comprender todo esto porque bastantes complicaciones tenemos ya en la cabeza, pero en realidad es muy misterioso. Si tomas una linterna e iluminas el interior de la rendija en la que se aloja la tarjeta, comprobarás que no hay nada dentro, nada al menos que signifique algo para ti. Lo cierto es que el dispositivo no se pone en marcha hasta que recibe, como el que comulga, ese cartoncito espiritual.

Pues bien, resulta que hay en el mundo más cartoncitos que personas, lo que quiere decir que hay gente que tiene muchos y gente que no tiene ninguno. Cabe suponer que la gente que tiene muchos dispone de varias identidades. Hay, por ejemplo, personas que utilizan un teléfono para los asuntos laborales y otro para los personales. Ahí ya hay dos tarjetas. Es probable que cuantas más tarjetas poseas, mayor sea tu importancia. Yo sólo tengo una porque soy poco importante, pero el otro día, en el tren, vi a un joven con cuatro teléfonos desplegados sobre la mesita abatible. Y se enviaba mensajes de uno a otro. De una de las almas a las otras, podríamos decir. No logré comprender qué rayos hacía, pero en aquellos instantes me pareció muy consolador tener poca importancia.