Estoy muy preocupado con el dichoso botellón de la noche del Jueves Santo en la ciudad de Zamora. Que se hable tanto o más del botellón que de la Semana Santa en los días previos a la gran semana de Zamora o que las administraciones se tiren los trastos a la cabeza desviando la atención, debería alertarnos. Aunque, de manera muy especial, deberíamos reflexionar sobre qué estamos haciendo tan rematadamente mal para que solo hablemos de santa Bárbara cuando truena, es decir, ahora, cuando se acerca la barabunta y los jóvenes o quien sea, que me da exactamente igual, deciden juntarse para hablar de sus cosas al aire libre, a la luz de las estrellas, acompañados de bolsas repletas de refrescos y alcohol (vino, cerveza, ginebra, ron, etc.). ¿Y durante el resto del año no hemos tenido tiempo de hablar del botellón, de sus causas y de sus efectos? No, solamente nos preocupamos ahora, cuando el espectáculo nocturno que se espera irrita a tantas personas.

Nunca he hecho botellón y a mis años, que tampoco son tantos, no creo que vaya a practicar un ritual social que no me entusiasma. Aunque no se crea, he de confesar públicamente y sin rubor que el alcohol y yo siempre hemos estado muy reñidos. Por cierto, ahora que escribo estas líneas, creo recordar que solamente he cogido dos pequeñas melopeas, en la época de mi adolescencia tardía, cuando las cabezas o más bien las personas tienen muchas probabilidades de practicar juegos o seguir rutas poco aconsejables. En mi caso, jamás frecuenté bares o fiestas donde el alcohol fuera el motor que impulsara las conversaciones, los juegos o los divertimentos que condujeran a pasar uno o varios días con resaca. Aunque también suene a risa, desconozco el significado de esta palabra o, para ser más exactos, sus efectos. Por eso, cuando observo a los jóvenes llamando a las puertas del beber a edades cada vez más tempranas, ¿qué puedo pensar? Que algo estamos haciendo mal, rematadamente mal, los mayores. Sí, los mayores, esas personas que a veces hablan mucho y dan poco trigo.

Puedo comprender que los jóvenes, tratando de romper normas sociales y de protagonizar, solos o en compañía, nuevas aventuras, hayan inventado el botellón como un nuevo modo de cohesión social o de altavoz para llamar la atención. Creo, sin embargo, que este tipo de respuestas, donde el alcohol es el hilo conductor y el recurso para construir relaciones sociales, es contraproducente. Del mismo modo que lo es cuando los mayores utilizamos el alcohol para conseguir fines similares. No obstante, la diferencia es que mientras unos practican el ritual al aire libre y en grandes concentraciones de población, otros suelen hacerlo en la intimidad, en pequeños grupos, en las peñas o en las fiestas que cada uno hace en su casa cuando le apetece. Si todos sabemos que el modelo de los mayores no es el más aconsejable, me encantaría que fueran precisamente los jóvenes quienes nos sorprendieran y nos dijeran que en la noche del Jueves Santo, al menos por este año, iban a juntarse para hacer otras cosas mucho más saludables. Aunque, tal vez, podíamos intentarlo entre todos.