S i tiene algo que decirle y no se atreve, mándele un SMS. Si piensa que el sistema de mensajes cortos del teléfono está anticuado, hágalo a través de WhatsApp. Y si algo de lo que ve o escucha por ahí le indigna, pero le falta valor para expresar su opinión, tiene turno de respuesta en las redes sociales. Ahí crece nuestro "otro yo", el virtual. Una réplica de nosotros mismos, aunque más inteligente, con mayor valentía, descarado, exuberante y, sobre todo, sin pelos en la lengua.

Pregúntenle al dibujante valenciano Manuel Bartual, el tuitero que desarrolló una personalidad alternativa el pasado verano y sumó más de 200.000 seguidores en unos pocos días, narrando en tiempo real a medio país que se sentía perseguido y amenazado por alguien en su hotel de vacaciones. Ese "alguien" era ficticio, pero la editorial Planeta no ha dudado en convertir el relato inventado en un libro de verdad, que será lanzado en los próximos meses. ¿Imaginan el nombre? Solo podía ser uno: "El otro Manuel".

Nuestras personalidades alternativas nacieron en los ya viejos foros de discusión de Internet. Entonces, eran muchos los que clamaban contra el anonimato de quienes vertían todo tipo de infamias y barbaridades de forma anónima. Las redes tomaron el relevo y eliminaron el anonimato, pero no las falsedades ni los insultos. Porque en este primer estadio vital de las "social media", abundan quienes creen que los que crecen y maduran en Facebook o Twitter son otros, personajes virtuales a cuya responsabilidad renuncian.

Las primeras condenas judiciales por difamar en redes sociales no se han hecho esperar. Y los destinatarios la han recibido con sorpresa: "¿Es a mí?". Para eliminar esta doble personalidad virtual, bastaría con preguntarnos si lo que vertimos en la Red se lo diríamos a la cara a la persona aludida, si tendríamos el valor, porque hace tiempo que nuestras opiniones trascienden ese territorio seguro que es el hogar o el grupo de amigos. La tentación de transcribir nuestra ira en la pantalla del "smartphone" es demasiado grande como para resistirse. Y si la ambigüedad persiste, acabaremos por demandar a nuestro "otro yo". ¿A quién imputaremos el delito entonces?