Dice el Ayuntamiento de Zamora que quiere reponer toda la iluminación de la ciudad para sustituirla por luminarias led. Es lógico, lo está haciendo toda España, toda Europa, todos los países desarrollados. Lo están haciendo incluso los pequeños ayuntamientos de nuestra provincia. La explicación es sencilla: con 20 vatios led se consigue mucha mayor iluminación que con 100 vatios de las antiguas bombillas incandescentes.

Esto resulta magnífico social y políticamente y posibilita que no sólo se repongan los puntos de luz ya existentes, sino que éstos estén aumentando en casi todos los cascos urbanos del mundo. Total, piensa el alcalde: "Los vecinos contentos. Tienen luz como si fuera de día y la factura sigue siendo la mitad". Sin embargo, lo cierto es que no todo es tan magnífico. Tampoco lo fue aquella campaña de las bombillas de bajo consumo. Se gastaba tanta energía en su fabricación y reciclado que casi era preferible seguir con las bombillas de filamento.

Las luces led, sin embargo, no son muy caras de fabricar, además parece que su reciclaje no es complejo y el ahorro energético que producen es sustancial. En la parte negativa anotemos dos cosas no menos importantes: 1º) la luz led es extremadamente blanca y por eso muy contaminante, lumínicamente hablando. Contamina menos la luz amarilla (la que llamamos cálida) y todavía menos la roja. Para compensar su potente temperatura de color blanco hay que llegar a los 2.000K y éstas no se fabrican porque son más caras y apenas se encuentran en el mercado. 2º) Como los humanos somos así, resulta que ahora que la luz es más barata decidimos poner muchísima más de la que necesitamos. Por eso, se están incrementando los puntos de luz en todo el mundo.

Hace poco más de 100 años (es decir, ayer) no había electricidad en las calles. Todavía el hombre podía ir a un descampado y observar uno de los fenómenos naturales más sobrecogedores de la naturaleza: el cielo estrellado sobre un fondo negro, la Vía Láctea en toda su plenitud con sus tremendos desgarrones de materia oscura allá por Sagitario y los campos lechosos de miles de estrellas irresolubles para el ojo humano en la constelación de El Cisne. Se podía ver claramente entonces y sin forzar la vista esa nube conocida como la Nebulosa de Andrómeda (en realidad una galaxia) y otros objetos del universo que ahora precisan de prismáticos u otros instrumentos para poder ser observados con claridad. La electricidad ha privado al hombre moderno de ese derecho natural que tenía desde el comienzo de los tiempos de poder contemplar el universo en el que estamos inmersos. Un espectáculo, un paisaje, por el que nadie da ni un euro hoy en día.

Sí, lo confieso, soy aficionado a la astronomía. La afición astronómica no es una simple curiosidad friki, lo aseguro. Contemplar el cielo es una de las razones por las que el hombre ha progresado. Mirando el cielo se ha preguntado sobre su existencia y también de él ha obtenido respuestas, al menos en parte. Sólo del cielo negro salpicado de manchas y puntos de luz nos viene la información de lo que somos, de lo que seremos, de dónde venimos y adónde vamos. El cielo estrellado pone en solfa nuestro homocentrismo y nos da nuestra auténtica escala en el universo.

Ese paisaje, tan importante no lo dude nadie como cualquier paisaje amazónico o antártico, sin embargo, ha desaparecido para siempre y las lámparas leds urbanas amenazan con deteriorarlo definitivamente. Nadie ha luchado por preservarlo y me temo que a nadie le importa conservarlo. Las generaciones venideras, jamás sabrán ni conocerán cómo era el cielo del planeta, cómo ha sido la noche de La Tierra durante millones y millones de años. Sólo hay que buscar en Google imágenes recientes desde la Estación Espacial Internacional. La Tierra parece de noche un planeta incendiado y eso tiene una consecuencia letal para el paisaje nocturno.

El ojo humano podía observar hace un siglo unas 5.000 estrellas en cada hemisferio, hoy apenas se pueden observar en las urbes modernas más de un centenar. El número de estrellas visibles se ha reducido considerablemente incluso muy lejos de las ciudades. Con mucha suerte, quizás algunos son capaces de ver en el cielo rural de una provincia como la nuestra, 2.500 estrellas y la cantidad con seguridad seguirá reduciéndose.

Pero, entonces, qué hacer. Pues, muy fácil: Valorar en su justa medida el cielo nocturno. De allí vino la vida. Y también algo tan simple como poner la iluminación suficiente, no más. Una maravilla sería que la luz fuera lo menos blanca posible (esto contamina menos) y que las farolas estuvieran diseñadas para proyectar la luz eficazmente hacia el suelo y que los pavimentos estuvieran pensados para reflejar la menor cantidad de luz posible. Con eso, no sólo ahorraríamos todavía mucho más, sino que las generaciones venideras podrían hacerse una idea, no muy real pero todavía suficiente, de por qué el hombre hasta el siglo XX se quedaba asombrado y meditando cuando observaba esa cúpula, en continuo movimiento cíclico, tachonada de manchitas y puntos de luz hipnóticos.