Con nuestra Semana Santa ocurre algo parecido a lo que sucede con el fútbol, que todos sabemos lo que hay que hacer para arreglarlo, pero que, en la práctica, no somos capaces de llevarlo a efecto, porque nos olvidamos de aquello de que más vale un toma que dos te daré. Y así sucede que un año sí y otro también surgen polémicas y enfrentamientos, cuando no lo es por el reparto del presupuesto entre las cofradías, lo es por la forma de financiar las bandas de música, o por las guirigáis entre los cargadores de pasos. Lo cierto es que, aunque todos esos desbarros sean de carácter interno, en contra de lo que pudiera parecer, llegan a trascender hacia afuera, porque la gente cuando oye algo le aplica automáticamente el amplificador de que cuando el río suena agua lleva. Si se dialogara más y se admitiera el debate, como gimnasia colectiva, quizás se solucionarían ésos y otros problemas, sin necesidad de enquistarse, ya que la avaricia rompe el saco, y no vale decir que ojos que no ven corazón que no siente. Porque esos temas, se quiera o no, trascienden, y no solo no aportan nada positivo al desarrollo del evento, sino que fomentan el enfrentamiento, y hacen que la gente llegue a cabrearse y acuda de peor gana a las procesiones.

Con tanto centrarnos en la cosa del quítame allá esas pajas, resulta que nos olvidamos de los inevitables problemas que van surgiendo al paso de los años, que forman parte activa de algo que se encuentra muy vivo, y que llega a percibirse por quienes asisten a los desfiles como cofrades de acera. No acabar con esos inconvenientes puede resultar nocivo, porque el ímprobo trabajo de organizar y poner en marcha los desfiles procesionales, puede llegar a minusvalorarse si el fin último, por el que tiene sentido la celebración de esta Semana, cual es la participación activa de todos, no se cumple, o cuanto menos se va deteriorando.

Con tanto abusar del quítate tú para ponerme yo, a veces se olvida que algunas cosas no funcionan como sería deseable, y que la imagen que se proyecta al exterior vaya deteriorándose. Una de ellas es el lamentable aspecto que presenta la calzada de las calles, cubierta de cáscaras de pipas, una imagen propia de país maleducado y subdesarrollado. Otra es el paso que se ha dado de tomar un tentempié hasta llegar a pantagruélicas meriendas, en los descansos de las cofradías de la Vera Cruz y del Santo Entierro, que provocan que calles y plazas, desde San Ildefonso a la Catedral, lleguen a atiborrarse de mesas y tenderetes, impidiendo la circulación de personas, y ofreciendo una imagen que se aproxima más a las romerías del siglo pasado que a un desfile procesional. Otra es la duración interminable de determinadas procesiones, como la de la Virgen de la Esperanza, que no termina de pasar nunca, a pesar de contar con un solo paso, uno de los más ligeros de la Semana Santa, y que por tanto no debería justificar la proliferación de tantos fondos. Otro más es del botellón en la noche del jueves al viernes santo, que lejos de ser una reunión de jóvenes que pretenden echar un rato de divertida convivencia se haya ido transformando en un bochornoso concurso de a ver quién se emborracha primero.

Pues eso, que mientras nos encontremos discutiendo posturas más o menos egoístas, encuadradas en un cainismo provinciano, estaremos más lejos de perfilar y ajustar otros temas importantes que podrían ayudar a mejorar el indudable encanto que tienen nuestra Semana Santa, y que, al menos aparentemente, no deberían ser difíciles de solucionar. Claro que, para ello, habría que huir del auto halago, y no sacar pecho ante los avances que sin duda se han ido logrando a lo largo de los años, porque para continuar mejorando hay que continuar yendo de la mano de la humildad, aunque solo sea por aquello de dime de lo que presumes y te diré de lo que careces.

De manera que salirse del problema y mirarlo desde fuera, parecería lo más apropiado, ya que esta suele ser la manera más fácil de solucionarlo. Ojalá que nunca nos veamos obligados a decir aquello de entre todos la mataron y ella sola se murió, porque todos tenemos nuestra parte de responsabilidad, y por tanto algo estaremos obligados a hacer para que las cosas se vayan arreglando, y nada mejor que huir de aquello de que quien calla otorga. Quizás baste mirar a nuestro alrededor y tomar nota de lo que se viene haciendo bien en otros lugares, y tratar de ponerlo en práctica, porque de nada sirve disponer de calificaciones de internacionalidad, interés turístico, o patrimonio de la humanidad, si no se arreglan antes determinadas anomalías, porque no hay cosa más resbaladiza que vender la piel del oso antes de cazarlo.