No es fácil sustraerse al horror de algunos titulares de prensa de estos días: 'El padre del bebé de la niña de 1 años de Murcia es su hermano, de 14, 'Un adolescente de 14 años mata de una puñalada a su hermano de 19 en Alicante', 'Una menor denuncia a un amigo de 16 años por agresión sexual' y 'Expulsados del colegio los menores acusados de violar a un niño de 9 años'. No se trata de dilucidar qué situación es más horrible, dolorosa o repugnante, porque eso no nos conduciría a ningún destino real, pero sí tengo la voluntad de detenerme a reflexionar sobre el trasfondo de lo que está ocurriendo en nuestra sociedad.

Recuerdo a un profesor de mi infancia -de esos que dejan huella - que nos hablaba con frecuencia de la idea de 'dejarnos llevar'. Fue la primera vez que escuché el término 'muelle' como adjetivo, en el sentido de tender hacia los placeres sensuales y todo lo que ello podría conllevar. Aquel maestro y algunos otros, reforzados por nuestros padres y abuelos desde casa, nos enseñaron con sus observaciones y advertencias que lo fácil rara vez era interesante, que la vida era ya dura y que lo sería mucho más en el futuro.

Bien es cierto que, entonces, había que entremezclar esos conceptos con los últimos ecos de una sociedad represiva y la temeridad inculcada como machacona idea, pero a mí me sirvió para apuntalar una retahíla de conceptos que, a la postre, me han sido muy útiles.

La pregunta es si no somos culpables de que una buena parte de menores practique la cultura del aquí y el ahora. No era nuestra intención pero, al hacer caso de forma milimetrada a quienes nos invitan a estimular a nuestros niños y adolescentes desde que se levantan hasta que se acuestan, ¿no hemos gestado una enorme cantidad de información que es imposible gestionar adecuadamente en esas etapas de la vida?

Como ejemplo, basta poner el sexo en el punto de mira. La mayoría de los adolescentes de mi generación éramos inocentes a la hora de mirar de reojo a una niña de nuestra edad. No nos caían babas de las comisuras de los labios, sino admiración y veneración ante un ser supremo y virtualmente inalcanzable, culmen de la creación y que siempre miraba con arrobo al chico que no escribía versos.

Incluso entre los rescoldos del tardofranquismo, la censura y el machismo galopante, nosotros tuvimos la oportunidad de no quedar sepultados bajo la imagen distorsionada de la mujer y ni siquiera los destellos de libertad en forma de cine y revistas cutres en los inicios del destape nos hicieron cosificar al ser humano que teníamos enfrente.

Digo todo esto porque, con todo lo que está pasando en estos últimos tiempos, hay voces que advierten de los grandes peligros que acechan a las generaciones llamadas a determinar el futuro de nuestro mundo.

La Fundación de Ayuda a Niños y Adolescentes en Riesgo, por ejemplo, lanza un mensaje de alerta sobre lo perjudicial que resulta para los menores el acceso descontrolado a las nuevas tecnologías y, desde ahí, a la pornografía, en particular.

Hemos pasado de lanzar una mirada furtiva a aquella revista que trajo de Francia el padre de Pepito a la barra libre audiovisual de la pornografía con la mujer, sobre todo, como objeto de mercadeo y en el punto de mira.

Cada vez hay más gente que se ha criado creyendo que el sexo es eso y que es así, una suerte de gimnasia lamentable y burda, sin amor, sin atracción intelectual, sin responsabilidad, sin empatía, sin compromiso y sin consecuencias.

Si, además, adobamos ese 'pedazo de carne' con las letras y las síncopas de no pocos reguetones, ahí tenemos la banda sonora y las referencias de muchos de nuestros menores. Añadamos una familia que no esté ojo avizor -por los motivos que sean-, un par de malas compañías, desmotivación vital y una pizca de olvido de la responsabilidad y el resultado es cualquier burrada que nos hace pensar que fracasamos como sociedad y como seres humanos.

Si la esencia de lo que somos de veras pierde intensidad, al clarear se percibe lo peor de lo que somos capaces. Y todo viene, casi exclusivamente, de la educación y del amor.