Ahora que el abuso contra las mujeres sale del cajón de los olvidos (por fin), ahora que se plantea en serio el problema de la discriminación laboral (ya era hora), desde el salario menor a los pocos cargos directivos en manos del sexo femenino, no todo son motivos para la alegría. Como los conspiradores, los trepas y los aprovechados superan la frontera de los sexos, se corre el peligro de que quienes carecen de escrúpulos intenten sacar partido por medio de acusaciones falsas con pruebas amañadas o inexistentes. El problema es tremendo porque cada vez que uno de esos sinvergüenzas, ya sea hombre o mujer, usa la mentira en su provecho está tirando en realidad contra la línea de flotación del barco de la dignidad femenina. Un barco en el que deberíamos enrolarnos todos.

El uso partidista del engaño cuenta, en este terreno, con el añadido de que han sido tantos y tan importantes los abusos contra las mujeres que ahora la denuncia basta por sí sola para lanzar un veredicto de culpabilidad provisional mientras no se demuestre lo contrario. Ni siquiera hace falta aportar prueba alguna. La presunción de inocencia, uno de los pilares de todo Estado de derecho, se vuelve presunción de culpa y es el acusado quien debe justificar que no hizo lo que se dice que hizo. Hace poco Ramón Luque ha publicado un artículo en el diario madrileño "El País" en el que plantea las dudas existentes en la denuncia por abusos sexuales de Dylan Farrow contra su padre, Woody Allen. Los argumentos que da Luque en su columna no se refieren a la inocencia del director de cine sino a la posible falsedad de las acusaciones de su hija. Si a algo tiene derecho Woody Allen es a que la presencia de la mentira -al margen de quien la haya podido montar y por qué, si es que así se ha hecho- se considere como hipótesis.

La celebración de los setenta años transcurridos desde la muerte de Mahatma Gandhi abunda en la necesidad de no dar por sentada la verdad de cualquier denuncia. Como se sabe, Gandhi fue asesinado por un radical hindú, es decir, por alguien de su propio bando pero convertido a la religión más peligrosa que hay que es la del fanatismo. Gandhi parece ser un ejemplo para toda la humanidad que queda fuera de toda duda. Pero buceando en su vida aparecen episodios como el de su viaje a Bengala (hoy Bangladesh) con motivo del asesinato en Noakhali de miles de hindúes. El propio Gandhi nos contó que, estando en esa ciudad, durmió desnudo con niñas menores de edad que le seguían como discípulas.

¿Sería un monstruo execrable Gandhi, al cabo? Un libro publicado por la historiadora Jad Adams sostiene eso y, además, que Gandhi era un intrigante lleno de ambición. No da ni una sola prueba de que fuese así porque la acusación mayor, la de pederastia, se convierte en un cheque en blanco para acusarle. Cabe plantearse si semejante actitud beneficia o perjudica la causa legítima de las mujeres.