He leído que la palabra del año pasado fue "aporofobia", que significa miedo, rechazo o aversión a los pobres. O sea, si nos pusiéramos menos cultos y etimológicos: "pobrefobia". Tiene su razón de ser que no nos gusten los pobres o que nos resulte desagradable contemplaros. Simbolizan, para empezar, una fracaso social de primer orden. Siempre se nos enseñó que vivimos todos juntos, en sociedad, porque la unión hace la fuerza y nos permite vivir mucho mejor que si estuviésemos cada uno por su lado, como otras especies. Las propias religiones, que son compendios ancestrales de comportamiento, predican sin excepción la necesidad de avanzar sin dejar atrás a nadie, dando de comer al hambriento y de beber al sediento. Ver la pobreza hiere porque nos hace sentir incómodos e incluso culpables de nuestro propio bienestar, por menguante que éste sea.

Ante lo cual, caben dos posturas. Reconocer esa realidad que es la pobreza y tratar de cambiarla, sea ayudando de modo individual o buscando soluciones colectivas más profundas. O no reconocerla, negarse a afrontarla y mirar para otro lado. Lo más cómodo, claro, es lo segundo. Excusas nunca han de faltar, sea desde un punto de vista individual o político/institucional. Los más insensibles dirán que no es culpa suya que haya pobres, que ellos se lo habrán buscado y, si son de fuera, que deberían de haberse quedado en su casa. Otros se encogerán de hombros, porque eso es, en todo caso, tarea de políticos e instituciones. Y no serán pocos los que simplemente hagan como que no los ven, porque esa realidad les es ajena y no tienen por qué asumirla. La "aporofobia" asoma en todas estas actitudes. Porque solo la pobreza por si misma provoca este rechazo. Todos sabemos que un gran futbolista extranjero, sea de donde sea y del color que sea, será recibido con los brazos abiertos: es o va a ser multimillonario, ese no plantea ningún problema. Todos sabemos que no se mira igual al norteafricano que nos vende abalorios por la calle, que al norteafricano forrado por el petróleo o por ser de alguna de las castas que gobierna/reina en alguno de esos países. O sea, lo que vemos a menudo como xenofobia o miedo al extranjero, solo es miedo al extranjero pobre, y más por pobre que por extranjero.

Pues bien, habrá que decir muy alto y claro que no es al pobre al que hay que tener miedo. En su indefensión extrema, poco nos puede hacer. A quienes ha que temer, y con sobradas razones, es a los ricos. Ojo, me refiero a los extremada, exagerada y obscenamente ricos. A todos esos "magos" de las finanzas, las megaempresas y las grandes multinacionales, cuyos intereses rigen la economía mundial, a cuyos pies anda postrada la política de estos tiempos, y que son los verdaderos causantes de las galopantes desigualdades económicas. La pobreza no surge de la nada ni porque sí. Tampoco porque los pobres sean más vagos o torpes que usted o yo o Donald Trump. ¿Adónde habrían llegado el presidente de EE.UU. o M. Rajoy si hubieran nacido en barrios paupérrimos, sin medios ni para ir a la escuela y sin tener nunca ni la más mínima oportunidad?

La "ricofobia", si me permiten el invento, debería de estar más extendida que la fobia a los pobres. Los que nos arruinan la vida, la sociedad, los avances colectivos, constituyen una minoría que no sabe qué hacer con las masas de riqueza que acumulan a cada segundo. Y como la riqueza es siempre un bien limitado, crezca lo que crezca, resulta que el enriquecimiento de unos pocos nunca es posible sin el empobrecimiento paralelo de miles, centenares de miles e incluso millones de personas. Pensemos con calma. ¿Qué da más miedo? ¿El mendigo que duerme en un cajero automático o pide a la puerta del supermercado? ¿O el multimillonario que al pulsar una tecla en Wall Street gana una millonada especulando con alimentos básicos o con las medicinas que obligatoriamente nos tocará pagar? Pues eso. Elija con cuidado su fobia. También, y sobre todo, al votar. Que nos están dejando todo hecho una birria.

(*) Escritor, periodista y secretario de Organización de PODEMOS CyL