A veces hemos caricaturizado demasiado a Dios, no lo vamos a negar. No me refiero a la imagen de Dios, que en ocasiones también, sino a lo más profundo: hemos caricaturizado lo que Dios es. Por un lado lo hemos convertido en una especie de "ser superior" que juega con la vida y la historia de los hombres para entretenerse como si fueran "los juegos del hambre", o un Dios "papel y bolígrafo" que repite una y otra vez: "la que haces, la pagas", o un Dios absolutamente despreocupado a quien poco le importa lo bien o mal que tratemos el mundo, a las personas o nuestra propia vida. Y en este vaivén la gente ha olvidado, luego ha dejado de creer y finalmente ha ridiculizado el juicio final.

Un juicio que no consiste tan siquiera en dar a cada uno lo suyo -¡estaríamos buenos!-, sino en dar sentido a la historia, en que lo que vivimos y hacemos, sentimos y padecemos no sea cosa del azar que trae buena o mala suerte, o lo que dice el horóscopo o lo que nos sobreviene por el karma.

Esta semana recordábamos los 59 años de la catástrofe de Ribadelago, hace unos días nos enterábamos de la horrible noticia del asesinato y encubrimiento del cadáver de Diana Quer, hace unos meses unas personas entraban por las Ramblas atropellando y matando a todas las personas que pudieron, estamos hastiados de escuchar casos de fraudes y corrupción. Ante esto me pregunto: ¿es qué todo da igual? ¿Es que quedan en el mismo lugar las víctimas que los opresores? ¿Es que da igual ser el muerto que el asesino? ¿Es que todo se soluciona con años de cárcel, multas o incluso con la pena de muerte? No, me niego a creer eso. Creo que existe un juicio de verdad, en el que la historia, personal y universal, será examinada, en que se hará de verdad justicia, no la justicia que dictamina la cárcel o el pago por una infracción, tampoco esa justicia de quien lo soluciona todo a fuerza de matar al culpable... sino la de Dios. Esto no es una especie de consuelo propio de niños, que sirve para vivir más o menos esperanzados, sino una verdad de fe porque a Dios le importa la historia, lo bueno o malo que aportemos a los otros o al mundo, y porque a Dios le importamos, tiene que haber justicia.

La historia no es un cuento donde al fin y al cabo todo es "vivir felices y comer perdices", ni una broma de mal gusto donde simplemente hay gente con suerte y otros con desgracia. Es algo más, mucho más.