Siempre se ha dicho que las grandes tragedias vienen precedidas de señales, indicios y premoniciones que las anuncian, pero que ocupados en nuestro vivir no sabemos o no queremos verlo. Así ocurrió, por ejemplo, en la erupción del Vesubio que destruyó Pompeya y Herculano. Allí solo intervino la naturaleza.

La TRAGEDIA de Ribadelago fue absolutamente evitable, pero nadie hizo nada para ello. La presa perdía agua desde el principio, pérdidas que aumentaron al final y aún así el director dio orden de llenarla. Había que producir kilovatios.

El día 20 de diciembre, el técnico de la empresa italiana Rodio, encargado de inyectar cemento al muro enfermo, se despidió del alcalde en cuya casa se hospedaba, dando así por terminada su tarea. Martín le preguntó : "¿Y qué, eso queda bien arreglado?". "No -le contestó él- eso tiene una enfermedad crónica que no se va a curar hasta que reviente".

Los días precedentes a la TRAGEDIA, Leandro u otro compañero, enviaba diariamente los partes advirtiendo que las pérdidas eran cada vez mayores y mostrando su preocupación. Nadie se dio por aludido.

El 7 de enero de 1959, el perito señor Rosales llamó al joven productor, Adolfo Puente y le ordenó que al día siguiente, 8 de enero, subiera a Vega de Tera a recoger la herramienta de la cámara de aire que estaban reconstruyendo en la estación de bombeo. (La anterior se había caído por el exceso de humedad de la presa) Lo acompañaría Jesús el comportero, que debía revisar el funcionamiento del aliviadero y compuertas. También tenían que intentar descubrir en el tendido de la sierra la avería del único teléfono que tenían para comunicar con la presa. En el último momento se unió a ellos Ángel, su amigo.

Había una gran nevada y el camino fue muy duro. Su única guía era precisamente la línea del teléfono. Llegaron a las cuatro a Vega de Tera , recogió la herramienta y ayudaron a Jesús en la tarea de abrir el aliviadero. No se podía, el mecanismo estaba estropeado y la presión del agua era exagerada para hacerlo mecánicamente. Jesús se quedó allí, con otros dos compañeros, Adolfo y Ángel bajaron por el cañón del Tera y llegaron al pueblo cuando ya había oscurecido. En la Peña Puente se encontraron con su primo que le preguntó: ¿Cómo queda la presa? "¡Uf! muy mal, pierde muchísima agua" le contestó.

Un poco más tarde, sobre las ocho, Tomás Parra cruza el pueblo para llevar a su pequeña nieta a casa de su hija en el barrio bajo del Raneiro. Le sorprende la enorme crecida que trae el Tera. En la zona de la Senara ya sale el agua para el camino después de anegar todos los huertos de "a Ranca" y Cañada del Prao. Deja a la niña en casa con su madre y le dice a su hija, "Me marcho no me gusta nada esto, hay una riada tremenda; si tardo no voy a poder pasar". Estaba preocupado.

Los ecos de la Navidad aún resonaban alegres y en los hogares aún persistía el aroma de los enebros quemados en Nochebuena. Después del paréntesis de esos días todo volvía a la normalidad. Algunos hombres se preparaban para marchar a sus trabajos, se cuidaba el ganado, se elaboraban los productos de la reciente matanza, se espadaba el lino, se hilaba y tejía la lana. Los hombres que se quedaban se reunían un rato en la cantina? y muchos vecinos ya estaban acostados. Y llegó la última, la definitiva señal: momentos antes de que la muerte comenzara su danza macabra, un ruido raro, indefinible, potente y sordo como de aire que azotara montes y árboles, y arrastrara una gran empalizada, alertó a los vecinos que lo oyeron. Eran poco más de las cero horas. El destino comenzó su selección: unos se quedaron aturdidos escuchándolo, otros lo identificaron enseguida y salieron corriendo y gritando que la presa se había roto, para que los vecinos se pusieran a salvo. Algunos salieron antes de que el agua alcanzara sus casas, otros cuando ya se derrumbaba, otros muchos ya no pudieron salir y algunos posiblemente no se despertaron.

Dicen que el tiempo lo cura o lo borra todo. ¡No! Hay cosas insuperables que con el tiempo se agravan, se hacen más profundas como las raíces, como la enfermedad incurable, como la melancolía, como el dolor de una madre que ha perdido a un hijo, o como el de un hijo que ha perdido padres, hermanos, abuelos y tíos en una sola noche.

Delibes, que siempre vio el progreso con muchos reparos, afirmaba que nos roba los elementos más esenciales de nuestra vida, las raíces, la lengua, los paisajes? y que no hay progreso si un solo niño es perjudicado. En Ribadelago esa noche murieron cincuenta y dos niños a causa del progreso, y con ellos sus familiares: padres, hermanos, abuelos. Fueron el precio y el sacrificio de esa rueda que mueve el mundo; del avance y modernización de España. Hoy queremos recordarlos de una manera especial . Es difícil hablar de ellos, es demasiado duro. Su recuerdo es extremadamente doloroso.

Mientras pasaban estos años, después de la TRAGEDIA, los supervivientes hemos atravesado diferentes etapas, siempre con el velo de la tristeza cubriendo el alma.

Al principio fue el desplome de la vida, la rotura del hilo vital que ya no se puede arreglar, luego el llanto y los sollozos ahogados, después se impone el silencio, porque nadie puede entender tu dolor. Se sella una experiencia para seguir adelante; el trauma provoca una intromisión y una huida. Y cuando consigues entender que las heridas no se curan, que tienes que integrarlas en tu vida y que nada de lo perdido se puede recuperar, afloran con fuerza las emociones provocadas por el recuerdo de las personas que murieron, y una ola de ternura y una pena profunda brota de lo más hondo de nuestro ser.

Debido a esa huida, en los 58 años anteriores no he pensado tanto en mis amigos de la infancia, en mis compañeras de la escuela y de juegos que el agua arrastró aquella noche, como lo estoy haciendo ahora. Ahora es imposible quitarlos de la mente, su recuerdo había estado siempre ahí, presente, pero ahora surge con fuerza. Me pregunto una y otra vez ¿Por qué ellos sí y yo no? ¿Por qué tantos inocentes tuvieron que sacrificarse de esa forma tan injusta? ¿Cómo sería hoy su vida? Si vivieran todos aquellos niños, hoy adultos, algunos ancianos, ¿cómo sería nuestro pueblo? Hoy sería bullicioso y alegre, con sus calles llenas de gente y las casas restauradas y nuevas. Un pueblo lleno de vida, de luz, que habría evolucionado como el resto, del que habrían emigrado a la ciudad muchos de sus vecinos pero que nos reuniríamos todos en él con nuestros hijos y nietos en vacaciones y en las fiestas, todos juntos conviviendo en armonía, sin amargura ni resentimiento. Todos en nuestro Ribadelago y no en esta dispersión llena de ausencia y separados en distintas localizaciones, cuyo alejamiento dificulta la vida social, en común y minimiza el sentido de pertenencia al grupo. Si ellos no hubieran muerto nuestro pueblo sería grande y hermoso.

¿Por qué ellos no pudieron crecer alegres y felices, formarse y colaborar con sus trabajos al crecimiento de España como lo hicieron sus padres, en esas obras que dieron luz a muchos y a ellos les costó la vida?

¿Cómo estaría Angelita, mi amiga del alma, que fue la primera huérfana por las obras, y que diez años después se la llevaron a ella, junto a su madre, su hermana y su sobrinito? ¡Qué distinto hubiera sido todo si ella, Paquita, Chona, Pili, Araceli, Ángel, Domingo, mis quintos y 45 niños más de todas las edades hubieran vivido y hubiéramos seguido apoyándonos en nuestra adolescencia desolada y juventud sin amigos cercanos porque los que quedamos estuvimos dispersos, perdidos, intentando reconstruir otra vida! ¡Qué desolación sentimos cuando tres meses después volvimos a nuestra escuela, ya limpia y restaurada, y más de la mitad del espacio estaba vacío. ¡Qué punzada en nuestra alma infantil sentimos ante la ausencia de tantas niñas amigas, compañeras y vecinas que ahora sí comprendimos en toda su crudeza que ya no volveríamos a ver!

Quedábamos un puñado de supervivientes y parte de ellos, niños y niñas se habían ido fuera, al lugar donde sus padres trabajaban, a lugares de acogida en Barcelona, Zaragoza, Zamora, Madrid, Puebla de Trives, Toro, Talavera de la Reina, Bilbao? y ya no volvieron ese curso, muchos ya no volvieron nunca a nuestra escuela que de repente se quedó enorme. Nunca nos volvimos a reunir los supervivientes. Fue una diáspora. Pero lo peor se lo habían llevado ellos, los que jamás volverían a ninguna escuela.

Cincuenta y dos niños, es un precio altísimo por el espejismo del progreso. Es un peso en la conciencia de la memoria histórica que pocas veces ha reparado en ello. Sólo el llanto de los familiares y nuestro recuerdo, impiden que mueran del todo por el olvido.