De entre todas las cuestiones relevantes que sacuden estos últimos días del año hay una que me produce vergüenza y un fuerte desasosiego: la violencia de género. Una cuestión a la que, a pesar de los acuerdos y las inversiones anunciadas por las administraciones, me da que no se le acaba de hincar el diente como se debiera.

Es, sin duda, uno de los desafíos más relevantes que tenemos como sociedad. Y mientras sigamos con ese escalofriante goteo de víctimas mortales (48 mujeres asesinadas en lo que va de año a mano de sus parejas o exparejas, además de ocho niños) no podemos constatar el avance social que premie nuestra conducta colectiva.

Hay que recordar que por encima de todo se trata de preservar la vida de las personas, que sufren impunemente el terror en su casa o en su entorno más cercano. Esa continua humillación a la que están sometidas miles de mujeres, mediante el acoso físico y psicológico, supone la destrucción vital del ser humano, un término cuyo simple hecho de pronunciarlo evoca el sentido de corresponsabilidad por parte de todos.

Me dirán que es anecdótico, pero que esta semana algunas televisiones nacionales abrieran sus informativos con la noticia de la campaña secesionista de Tabarnia (esa nueva distorsión territorial catalana no sin cierto aderezo humorístico) y, en cambio, en la escaleta televisiva fuera por detrás el suceso de una nueva víctima mortal por violencia de género es absolutamente incomprensible. Por ello me viene a la memoria esa lección de periodismo que escuché no hace tanto a José Jiménez Lozano. El escritor abulense criticaba, no sin razón, la consolidación de los medios de comunicación como suministradores a las grandes masas de una semi-cultura instrumental a la vez que alertaba sobre su triste papel como agentes de un marginal cultivo de la mediocridad y la puerilidad. Casi nada.

En algo tan esencial como es la protección de la vida y la garantía del respeto humano fallamos de manera estrepitosa en esta eufemística sociedad avanzada, máxime cuando la cruel realidad de la violencia de género resbala en nuestras conciencias. No comparto del todo ese general reproche contra quienes tienen responsabilidades públicas, exculpando sin más al resto, o sea, a todo el conjunto de los ciudadanos. De lo que se trata es precisamente de rechazar aquellos comportamientos anclados en la estéril culpa ajena, aunando por el contrario todos los esfuerzos que permitan acabar con la pesadilla de tantas mujeres.

La educación es la base de la lucha contra el maltrato, a lo que debe unirse la concienciación, el compromiso y la acción interrelacionada de los agentes involucrados en las redes de apoyo a las víctimas. Esta lacra exige también medidas más severas contra quienes la practican y, por supuesto, se combate con recursos económicos suficientes para que quienes la sufren puedan salir de ese túnel inhumano y agónico. Denunciemos, por tanto, las actitudes machistas y reclamemos a los dirigentes políticos y a los jueces mayor determinación y valentía en sus decisiones.

Créanme, no podremos decir conscientemente que vivimos en una sociedad moderna mientras haya un 10 por ciento de la población femenina de España sufriendo maltrato, como tampoco podremos sentirnos libres mientras la dejación nos haga cómplices de una aterradora realidad.

Quizá un cambio de conducta, en el que indudablemente los medios de comunicación son parte esencial, permita encarar el nuevo año sin la vergüenza de los números con los que acaba este 2017. Porque sin respeto mutuo estamos condenados a lo absurdo y a la infamia.