Hace unos día se murió mi madre. Cuando se muere la madre, nada sirve de consuelo: ni las palabras amables, ni los gestos cariñosos, ni los mensajes de apoyo. Cuando se muere la madre, uno tiene derecho a quejarse sin que le llamen sensiblero; a rondar por las esquinas maldiciendo y renegando; a sentirse un vagabundo que nunca encuentra cobijo. Cuando se muere la madre, ¿qué importan las demás cosas: el dinero, la comida, la política, el trabajo, los anuncios, los regalos? Cuando se muere la madre, ¿quién te agarra ante el abismo? ¿quién te arropa en la tormenta? ¿quién te guía por la selva? Cuando se muere la madre, los tópicos no hacen gracia, son la pura realidad, porque madre solo hay una, y como la mía ninguna, y una madre es una madre.

Al escuchar la palabra huérfanos, nos imaginamos a unos pobres chiquillos desamparados. Es cierto ¡qué triste destino! Pero también los adultos debemos reivindicar esa palabra. También los adultos podemos sentirnos huérfanos. Mi madre era muy parecida a otras madres, pero ninguna sustituta puede ocupar ese hueco que ha dejado.

Mi madre se llamaba Manolita Carnero. Estudió la carrera de Derecho cuando pocas mujeres lo hacían. Veo su foto en la orla, entre media docena de chicas, rodeada por un centenar de varones. La acompañan profesores como Tierno Galván y Ruiz Jiménez. Después se casó, tuvo hijos y se dedicó a ser una "modesta" ama de casa. Hubo de abandonar su querida Zamora y trasladarse con toda la familia a Madrid, que ofrecía más posibilidades. Aquí mi padre estuvo suscrito durante muchos años al Correo de Zamora. Yo crecí leyendo las noticias que ocurrían en la provincia. Mi madre siempre tuvo inquietudes culturales: le gustaban la lectura, la música y el cine. Le interesaba todo lo relacionado con su tierra: las leyendas, las costumbres, los personajes. Ella me inculcó el amor por Zamora y me empujó a ser un efímero colaborador en este periódico. A ella iba dedicado un artículo que no llegó a publicarse.

Muchas personas mayores tienden a considerarse un estorbo, piensan que ya no sirven para nada. Se mueven torpemente, les fallan los sentidos, sufren algunos achaques. Desde los medios de comunicación se nos bombardea con la idea de que solo sirve ser joven, guapo y estar conectado en la red. Y a los que no cumplan esos requisitos, que les parta un rayo. Así que, muchos ancianos piensan que lo mejor es desaparecer cuanto antes. Grave error. Se les olvida que a menudo son ellos el hilo que comunica, la argamasa que aglutina, el engranaje que permite funcionar a la máquina. No se dan cuenta de que para otras personas ellos son muy importantes. Ahora cinco hijos se han quedado desconsolados, desubicados, desvalidos, desconcertados, descompuestos; en una palabra: huérfanos. Ella ya descansa tranquila en su cementerio más querido.

José Tejedor