Desde tiempos inmemoriales, en esta tierra nuestra existieron los llamados "hombres buenos". Su personalidad no se correspondía solamente con ser alguien bonachón, tranquilote, incapaz de granjearse enemigos o de meterse en pleitos. No. El conocido como hombre bueno, origen, según algunos historiadores, de los primeros jueces de Castilla, reunía en sí algo reservado a los escogidos: la autoridad moral. No necesitaba ser alcalde, ni corregidor, ni noble, ni poderoso, sino generar respeto, confianza y seguridad de que sus opiniones y decisiones serían justas, equilibradas y conformes al sentido común. En definitiva, una persona cabal, ajena a dobleces y componendas y valorada al máximo por sus conciudadanos.

He rescatado la figura legendaria del hombre bueno y el embrujo de la autoridad moral con la vista y la admiración puestas en Joaquín Díaz, esa persona-músico-investigador-creador-documentalista-descubridor e impulsor de talentos, ese "todo y más" al que hoy Zamora, su Zamora natal, rinde homenaje a través de la iniciativa de LA OPINIÓN-EL CORREO. Gran idea. Y quienes me conocen saben que soy poco amigo de hacer la pelota. Pero todo lo que sea reconocer la labor de Joaquín, su trabajo ímprobo, sus logros, y hasta sus silencios ha de ser ovacionado y valorado en su enorme dimensión.

Tal vez yo sea poco, o nada, objetivo al escribir sobre Joaquín Díaz. Soy uno de sus miles de fans y me considero su amigo. Fui durante mucho tiempo, antes de conocerle, un admirador callado y boquiabierto. Me impresionaba la figura de alguien que con aquella voz portentosa y aquel atrapar voluntades y elogios decidió retirarse de la fachada, famosa, reconocida y quizás millonaria, para recluirse en el interior de sí mismo y de su vocación. Joaquín se calló para dar voz a otros y especialmente para que hablara lo que estaba escondido y amenazado de anonimato eterno: romances milenarios, pliegos de cordel, coplas de ciego, tonadas campesinas, cantos de siega, de trilla o de vendimia, canciones sefardíes, Gerineldo y su infanta, conde Olinos a las orillas del mar, baladas truculentas, infidelidades palaciegas, Mambrú se fue a la guerra, jarchas, lamentos moriscos, madrigales amorosos, elegías, princesas cautivas, cautivadores generosos?

La lista sería interminable porque Joaquín nunca se puso límites. Ni a su infatigable dedicación, ni a los temas a tratar, ni al espacio temporal, ni al territorio geográfico. Su misión, autoimpuesta, exigente, continua, se hizo general, abierta a todos, desde el mismo momento en que entendió e hizo suyo ese sentimiento que resumió como nadie Miguel Delibes: "Se puede ser un paleto en Nueva York y universal desde una pequeña aldea de nuestra tierra".

Y Joaquín, el maestro Joaquín, el artista Joaquín, el intelectual Joaquín, ha sabido ser ambas cosas. Paleto cuando ha querido, cuando se ha propuesto refugiarse en lo suyo, en lo de aquí, para sacarlo a la luz, para demostrar su fuerza, su raíz, su entronque con hombre y tierra, su potencia telúrica. Y universal, siempre, siempre, siempre. No solo por el reconocimiento explícito, entregado, de universidades, expertos, músicos, escritores, críticos, etc de medio mundo, sino también, y especialmente, por su penetración y arraigo en el interior de todos los que le han escuchado y seguido. Por ese poder para llegar al corazón de tanta gente que quizás no sepa distinguir un romance de una endecha, pero que siente que lo que Joaquín canta, o ha salvado de la destrucción, es algo suyo, que ha vivido siempre dentro de él y que solo necesitaba, como cantó Bécquer, una "mano de nieve que sepa arrancarlo". Lo que recitaba el abuelo junto a la lumbre. Lo que cantaba la abuela mientras bordaba. Lo que entonaban los gañanes cuando araban en las llanuras infinitas. Lo que sabía de memoria aquel pastor que, de zagal, aprendió antes leyendas y poemas que a leer y escribir. Lo que el niño, fuese cual fuese su futuro, atesoró siempre en un alma marcada por la infancia y los recuerdos de cantares y misterios.

Joaquín ha sido, es y será la voz de todo eso. Y de mucho más. De la necesidad de que "eso" perdure. De la obligación de quererlo, conservarlo, difundirlo y transmitirlo. De la gratitud por poner en valor la herencia recibida y por motivar a todos para que no la olvidemos. Del acicate para sensibilizarnos positivamente hacia lo de aquí y no creer que las jotas son inferiores al flamenco o a las sardanas. Sin caer en el chovinismo provinciano y castrante, hagamos como él: amemos y sintamos lo nuestro.

Esta es una de las grandes enseñanzas de Joaquín Díaz. Aunque solo fuera por eso, bienvenido el homenaje. ¡Pero es que le debemos tanto y tanto y tanto?!