La polémica de la semana, que ha hecho saltar a Zamora a los medios de comunicación nacionales, gira en torno a la campaña del Ayuntamiento de la capital contra la violencia de género, cuyo día internacional se conmemoró ayer, 25 de noviembre. No es la primera vez ni el primer lugar en el que una buena intención, la de alertar contra la normalización del machismo en una sociedad que, según los expertos, involuciona en materia de igualdad, se ve salpicada por reacciones en contra, porque se trata de abordar una cuestión compleja para la que la sociedad aún no ha encontrado una respuesta homogénea y contundente.

Y sí, es cierto que son muchas las campañas que se han puesto en marcha desde que los crímenes vinculados a la condición de mujer se hicieron visibles hace veinte años, después del asesinato de Ana Orantes, quemada viva por su marido después de que se atreviera a denunciar años de vejaciones a través de un programa de televisión. Cientos de minutos de silencio, de concentraciones de repulsa que se convierten en rutina mientras continúan los asesinatos de mujeres a manos de sus parejas o exparejas: medio centenar en lo que va de año.

Algo sigue fallando, eso es evidente. Campañas como la de Zamora, o la también controvertida de la Xunta de Galicia en la que comparaba a las mujeres con monumentos, la de Murcia, igualmente perturbadora, son provocadoras, probablemente válidas como instrumentos publicitarios puros y duros. Solo que, en estos casos, deben plantearse otras cuestiones, trascender el debate que, a menudo se establece dentro de un ámbito formado por personas sensibilizadas de antemano. Los especialistas en publicidad relacionada con la violencia de género no cuestionan la buena voluntad de casos como el del Ayuntamiento de Zamora, pero sí su eficacia.

El objetivo es conocer si esa "bofetada de realidad" con la que se quiere poner sobre la mesa un gravísimo problema que afecta, nada más y nada menos, que a la mitad de la población, logra señalar al maltratador, si ayuda a concienciar al entorno y, sobre todo, si incide en la educación.

De todos los informes que durante estos días han contabilizado las negras estadísticas de asesinadas, denuncias, condenas, hay uno que llama especialmente la atención: un 40% de los jóvenes, de esa generación de futuro que, se supone, está siendo educada bajo unos patrones más igualitarios, acepta como "normal" la existencia de violencia de género en la relación de pareja. Se siguen manteniendo los peores estereotipos del amor romántico del "quien bien te quiere te hará llorar", reforzados ahora por la tecnología que permite un mayor control, a través del móvil o de las redes sociales, de una víctima que desconoce que lo es, como les ocurre a las generaciones anteriores.

Hemos aprendido términos nuevos y pasado de hablar de la "mujer florero" a la "cosificación", pero los roles siguen siendo los mismos. Si acaso, en un alarde de igualitarismo por lo más bajo del rasero, los hombres se han incorporado a ese papel consagrado, en particular, en el mundo de la publicidad y que extiende, peligrosamente, el concepto de perfección física con aura de sexualidad como ingredientes fundamentales del triunfo social. Los adolescentes que creen que vigilar el móvil de su pareja, o decirle cómo vestir, o con quien ir, entra dentro de los cánones de la cotidianidad de una relación, muestran el estrepitoso fracaso de una sociedad que, en algún momento, olvidó incorporar en los currículos educativos el largo camino recorrido hacia la igualdad, aún sin concluir. Por eso, no es de extrañar que haya grupos de jovencitos que muestran incredulidad cuando se les explica que hace 40 años, cuando sus madres ya habían nacido e incluso muerto el dictador Franco, a las mujeres no se les permitía abrir una cuenta corriente o comprar una lavadora sin permiso del marido o del padre.

Se ríen, como lo hace todavía una parte importante de la sociedad de esos chistes zafios que nos devuelve en el espejo una imagen incómoda, difícil de aceptar, en la que aún la mujer se identifica plenamente como objeto sexual y poco más. Lo hemos visto también la pasada semana en Zamora, con la detención de dos chavales de 15 años que distribuían fotos de una compañera, igualmente menor de edad, desnuda. En todos estos años en los que se ha avanzado en la teoría y en la visibilidad del terrorismo doméstico, ha faltado trabajo comprometido para facilitar la empatía y el respeto por igual y desterrar la despersonalización que lleva, después, a comportamientos aberrantes con mujeres como víctimas del machismo más salvaje. La propia Fiscalía para la violencia de género reconoce este retroceso y admite que "se ha perdido un tanto la batalla con los adolescentes", lo que significa que puede perderse la guerra si los comportamientos persisten entre quienes tienen en su mano el relevo generacional.

Existen dos leyes, una de 2004, otra de 2007 y un Pacto Estatal para la igualdad, pero resulta que gran parte de la población sigue ignorando que este tipo de acciones, además de delito, retrata una discriminación que está presente en cualquier otro ámbito. Si un 40% de los jóvenes acepta la violencia con normalidad en sus relaciones de pareja, difícil será que cuestione que el salario medio de las mujeres sea 400 euros menos que el de un hombre, o que sean ellas el doble, frente a los hombres, las que ganan sueldos por debajo de los mil euros al mes, las que aceptan los peores empleos, las que, según los estudios oficiales, son las menos beneficiadas en el reparto de becas en el pequeño porcentaje que alcanza alguno de los escasos puestos que genera la investigación en nuestro país. Son otros signos de discriminación que tienen, como consecuencia, la minusvaloración de esa mitad de la ciudadanía que componen las mujeres.

Esas leyes antes mencionadas tienen como objeto la protección de las víctimas, incluidos los hijos tan solo desde hace dos años, y también en ese caso tuvo que producirse otro crimen atroz para que las administraciones actuaran. Pero los representantes de la Justicia admiten que existen fallos en el Código Penal que, por ejemplo, eximen a los parientes cercanos de testificar en este tipo de casos, falta formación en los juzgados para acompañar a las que se atreven a denunciar, faltan recursos administrativos y, sobre todo, económicos. En Zamora, un 30% de las órdenes de alejamiento dictadas, salidas de las 175 denuncias interpuestas en el primer semestre, han sido denegadas. La mayoría de los maltratadores condenados no lleva un dispositivo electrónico para controlarlos, a pesar de que La Fiscalía de Violencia de Género, a nivel nacional, admite que hay número de pulseras suficiente. Se falla, además, en la importante tarea de reinserción social y laboral de la víctima, según reconocen las administraciones responsables. La consecuencia es que sigue habiendo casos sin salir a la luz, muchos de ellos en el mundo rural. Son esos casos en los que el entorno, que tan solo se implica en el 3% de las denuncias, asegura que el homicida "era un hombre normal".

Los expertos coinciden: el maltratador no nace, se hace. Y si la sociedad en la que crece no fomenta los valores de respeto, empatía y compasión hacia el otro, no se vencerán los estereotipos ni, mucho menos, se erradicará la violencia hacia las mujeres. Tampoco hacia otros colectivos que igualmente sean discriminados y vulnerables como los niños y los ancianos. Ninguna campaña por cruda que se presente, puede suplir el papel de la familia, el de la escuela, el del trabajo y el de la ciudadanía en general.