Ahí está el azul, el mismo cielo ininterrumpido desde no sé qué verano, ese verano que se prolonga, que parece inacabable, invencible, inmortal, y que es una amenaza árida sobre nuestras cabezas y sobre la piel reseca de España. Ahí está el azul, instalado frente a mi ventana, como estaba el océano pacífico en aquel poema de Pablo Neruda que tantas veces recuerdo porque me sigue gustando "el mejor de los malos poetas", como lo llamaba Juan Ramón Jiménez, que tanto veneno tuvo siempre.

Ahí está el azul, dominándolo todo. España es un país de cielo azul y sin agua que llevarse a la boca y a los campos. Vamos a morir de verano crónico, he dicho en alguna ocasión, y me empeño en sostenerlo porque me parece una frase con cierta gracia que, además, podría hacerse realidad. Y porque seguramente hay muchas formas peores de morirse. Y además porque es muy posible que este mundo, al menos el que conocemos, se vaya a agotar y agostar, las dos cosas a la vez, consumiéndose sobre sí mismo como una uva al hacerse pasa.

Entretanto, se acerca el invierno y seguimos anticiclónicos y secos. El otoño se nos acaba (este otoño nada más que de calendario y de mañanas frías), pero antes de que se termine me apetecen, por necesarios, unos días de lluvia. Unos días en los que el silencio tenga más sentido que las palabras y sea posible acomodarse junto a la ventana, bajo una húmeda luz agrisada, mientras suena, contenido, el trémolo del agua en el cristal. Unos días en los que el retumbar profundo de los truenos, como un rumor de oleaje, se escuche lejos, muy lejos, mientras siento que estoy totalmente a salvo. Unos días en los que tener un libro viejo entre las manos, oler su sudor de papel, rozar sus hojas cansadas y encomendarlo todo (será nuestro último recurso) a la esperanza.

Pero, de momento, no parece que vaya a suceder la lluvia con la perseverancia que necesitamos. Estamos viendo el fondo de los pantanos, los viejos pueblos ahogados exhiben su esqueleto de campanarios y casas desmoronadas, como zombis de cemento y piedra. A España le falta agua (el agua, decía el poeta Jorge Guillén, es la "sencillez última del universo"), pero, en estos momentos, recordando al gran Umbral, podríamos decir más bien que "el agua es una desaparición", aunque sigamos esperándola parar dar corporeidad al otoño y para calmar la sed que nos abruma. El agua, tan ausente de sí misma y de nosotros, nos ha abandonado y aquí estamos, veraneando mientras esperamos su venida. Pero los niños ya no cantan a la Virgen de la Cueva.