E n cuestión de horas perdió España, el fin de semana pasado, a dos ilustres funcionarios del Estado, uno el Fiscal General, José Manuel Maza, fallecido súbitamente en Argentina, donde se hallaba en razón de su cargo, y otra la presidenta de la Comisión de Transparencia, Esther Arizmendi, muerta tras una fatal enfermedad. De los dos, es difícil comentar nada nuevo que no se haya hecho ya, pues los dos destacaron siempre a lo largo de dilatadas carreras profesionales y trayectorias plagadas de importantes responsabilidades, como brillantes servidores del país y de la sociedad.

A Maza le había tocado, precisamente, una singular y dura piedra de toque con el agudizamiento de la crisis causada por el delirio separatista surgido en Cataluña, y a cuyos desvaríos en forma de leyes y de actos absolutamente ilegales y anticonstitucionales, se enfrentó en todo momento con decisión y firmeza a través de cuantos recursos la justicia tiene a su alcanza, un talante que extendió al resto de los fiscales de España y muy particularmente a los vinculados a los asuntos catalanes y a los conflictos causados por la actitud contumazmente rebelde de los secesionistas. Leyes y convocatorias anuladas tras la petición de la Fiscalía, peticiones de cárcel sin fianza como en el caso de los miembros del Govern y del Parlament y de extradición para el fugado ex president. Una labor de mucho esfuerzo, estresante, que había de continuar y que ahora habrá de culminar su sustituto, en la misma linea, y con muchos problemas pendientes que la muerte de Maza ha dejado sobre la mesa.

La presidenta de la Comisión Nacional de Transparencia era menos conocida, lógicamente, pero ello no resta dimensión a su labor, dirigida sobre todo a la lucha contra la corrupción en la que el país ha sido tan pródiga en los últimos años y en la que tenía una inmensa tarea por delante. Había llegado al puesto tras pasar por otros diversos cargos directivos en la Administración, por lo que estaba dotada de una deseable experiencia. Ocupaba el puesto desde hace tres años y había destacado por su sentido de la autocrítica y su inconformismo. En una entrevista de hace un año, en un diario nacional, se quejaba Arizmendi de las limitaciones de la ley de transparencia y también de la falta de interés y compromiso de los políticos en la aplicación de esta norma. Una opinión coincidente en grado sumo con la sensación y el escepticismo de la sociedad ante esta clase de leyes que, como tantas, poco se cumplen.

Con todo, lo que más ha llamado la atención ha sido su postrer testimonio sobre la comisión que ha presidido, una denuncia que ha sido dada a conocer, como ella quiso, pocos días después de su fallecimiento. Un testamento en el que se pide una reforma a fondo de la ley por ser insuficiente para los ciudadanos, a la que se llegó tarde - fue aprobada hace cuatro años - pero sin que ello pueda ser excusa, afirma en el escrito, para ir con retraso. Denuncia la opacidad existente en España respecto a los asuntos de la Administración, una sensación general pese a que se intente camuflar con datos llamativos. Y pide, en sus últimos deseos, que el derecho a la información pública pueda ser ejercido sin límites.