La creación de cuentos literarios nunca ha estado entre mis habilidades personales y tampoco me lo he propuesto, la verdad. Pero dicen que siempre hay una primera vez para todo y hoy, amigos lectores, me ha dado por escribir esta especie de "parábola" dedicada a la gente creyente que, ya pronto, empieza a prepararse para la venida del Salvador.

Érase una vez un botijo que cumplía su misión de ofrecer agua fresca allá donde lo pusieran, a todos los de la casa o en medio de las faenas del campo. Pero he aquí que prácticamente desde el día que el alfarero, satisfecho de su trabajo, lo puso en circulación, dicho botijo estaba obsesionado con ser de oro. Lo deseó y lo intentó con todas sus fuerzas durante muchos años; y no con menos ganas pedía esta transformación maravillosa a su alfarero. Él, con cariño, le sonreía diciendo: "no te he hecho para estar en un museo". Pasó el tiempo y, en medio de la frustración, el botijo empezó a conformarse con pretender ser solo de plata. Por más que lo intentaba y lo pedía a su creador solo encontraba esta respuesta: "no te he hecho para estar en una vitrina". Seguían pasando los años y el botijo, quizá sin ser demasiado consciente de ello, seguía ofreciendo a su alrededor esa agua buena y fresca, ya propia de botijos con solera. Pero no contento con eso persistía en su obsesión de convertirse, al menos, en un botijo de hojalata. Le angustiaba la idea de terminar sus días siendo solo de barro. Al fin llegó el día luminoso en que se despojó de su ceguera, de esa obsesión de perfección material. Comprendió, con profundo agradecimiento, que la perfección de su ser y su misión era precisamente ser de barro y ser botijo; las dos verdades que iban de la mano de aquel que le modeló con tanto amor. Más aún: hasta las pequeñas grietas y roturas de su fragilidad le habían ido haciendo mejor en su carácter, más fuerte en su misión y más hermoso en su ser porque escondía detrás de sí toda una historia de venturas y desventuras. Sangre, sudor y lágrimas costó al botijo aceptarse tal y como era, de barro, como le había hecho su señor. ¿Acaso podía saber más el botijo que el alfarero de la conveniencia de la materia con que había sido hecho y para el fin con el que había sido fabricado? El colmo de esta historia (verdadera) es que el hijo único del alfarero, siendo de una naturaleza inimaginable por la mente humana, se rebajó hasta hacerse vasija de barro, semejante a aquel botijo que suministraba agua fresca. Ahora ya no podía caber la menor duda: la arcilla no puede ser tan horrible y, además, esta cobra todo su sentido cuando se deja modelar en botijo. La arcilla (y el botijo) que no sirve, no sirve para nada.