Los zamoranos destinamos cada año 100.000 euros a subsanar las actuaciones vandálicas de grupos aislados que dañan el mobiliario urbano y pintan fachadas de edificios públicos. A esa cantidad asciende la partida que se ve obligado a consignar cada año el Ayuntamiento de la capital, las arcas que se llenan con el dinero que pagamos entre todos los ciudadanos a través de impuestos y tasas para cubrir servicios básicos. Y de ese dinero, que se debería destinar en su totalidad al bienestar ciudadano a través de diferentes inversiones, toca pagar los actos delictivos de unos pocos que, desgraciadamente, consiguen demasiada visibilidad.

Más allá de ensuciar paredes, de romper mobiliario urbano que hay que reponer y de ofrecer una imagen penosa al turismo sobre el que se pretende cimentar una parte de la economía de la ciudad, el vandalismo tiene un impacto directo en la gestión de la ciudad y sus servicios. Es cierto que la cantidad que se dedica, sobre todo en las Concejalías de Medio Ambiente y de Obras, las más afectadas, no ha crecido en los últimos años pero, en cualquier caso, un solo euro dedicado a reparar lo que alguien daña intencionadamente y que pertenece a todos, es demasiado. Esos cien mil euros representan la mitad de las ayudas de urgente necesidad que ofrece el municipio a las capas de población en situación de especial vulnerabilidad y supera al montante destinado a la teleasistencia, un servicio cada vez más necesario en una sociedad cada vez más envejecida y, por tanto, con unos mayores que deben ser atendidos con la calidad y frecuencia que se merecen.

El penúltimo episodio conocido, porque, desgraciadamente las pintadas y los destrozos en contenedores entran dentro de lo "cotidiano", ha sido el referente al Puente de Hierro. En plenas obras de reacondicionamiento, los bárbaros no han esperado ni a que estuvieran repuestos los cristales. La "actuación", a mayores, no parece haber sido fruto del azar sino del más calculado afán de hacer daño: los cristales rotos o rayados son los que acababan de reponerse, podían distinguirse por una pegatina roja. De ahí que el alcalde, Francisco Guarido, hable de "vandalismo organizado", porque va más allá de la extralimitación tras una noche alocada, igualmente intolerable, de un grupo de gamberros adolescentes. Hay zonas de la ciudad que son polo de atracción turística y que machacan sistemáticamente este tipo de individuos, como la calle de los Herreros, con una actividad hostelera más que notable, y rodeada de pintadas como si fuera el lumpen. Porque en esos 100.000 euros no se contabilizan los daños en propiedades privadas, igualmente objetivo de los vándalos.

La edad, por supuesto, no es ninguna excusa, solo pone más en evidencia las carencias en educación cívica, esa idea equivocada, y a veces alentada hasta inconscientemente, cuando se mira hacia lo público como un concepto abstracto en lugar de hacer entender que todo aquello que tiene la ciudad a nuestra disposición es fruto de los rendimientos del trabajo de una comunidad. Y que su cuidado revela el grado de concienciación para la convivencia que, en el caso de estos individuos, es prácticamente nulo.

El alcalde ha anunciado que se incrementará la vigilancia. Ni siquiera se descarta recurrir a las cámaras que se han convertido ya en triste rutina de otras ciudades. Más recursos que tendrán que salir de los bolsillos de todos, restándolos de otras posibles inversiones, por culpa de quienes ocasionan daño y obligan a repararlo para que sigamos teniendo la ciudad a la que aspiramos.

Y ni siquiera eso puede garantizar la efectividad al 100%, porque no se puede poner un policía en cada esquina de la ciudad las 24 horas. En primer lugar, debe fomentarse la educación cívica, pero también debe aplicarse con todo el rigor la ley que regula estas acciones a través de ordenanzas o del código judicial. El vandalismo debe ser perseguido y sus autores merecen castigo adecuado. Limpiar lo que ensuciaron, ayudar a reparar los daños que causaron sirviendo a la comunidad a la que perjudicaron con su falta de civismo. Existen demasiadas carencias que necesitan de la solidaridad de la ciudadanía como para destinarlos a algo tan yermo y que retrata la peor cara de una sociedad. Una cara a la que hay que mirar con valentía y denunciar en los casos que se conozca la autoría, además de fomentar un espíritu colectivo donde las obras públicas se consideren, realmente, de todos.