L a visión tópica diría que cuando miramos a Melania Trump, por cómo es físicamente, cómo se presenta y cómo se representa, la objetualizamos, la cosificamos, la reificamos. Todos los hombres heterosexuales porque, por el mero hecho de serlo, seremos ciegos a la persona y sólo veremos un objeto sexual. Muchas mujeres porque, por las revistas que compran y los programas que ven, también la cosificarán como perchero o joyero, como objeto portador de objetos.

Melania Trump no es la persona cosificada, es la cosa personificada. Es fácil ver todo lo que lleva puesto o imaginarla sin todo ello pero como persona es inescrutable.

En un año no la hemos visto poco ni mucho pero nunca sola. Va al lado de Donald Trump pero ¿le acompaña? ¿Caminan juntos o él avanza y ella desfila? Ha hecho algunos gestos de desdén a su marido pero no podemos asegurar que sea enfado porque cuando relaja el gesto no hay atisbo de expresión y cuando quiere sonreír enseña los dientes pero expresa alegría. No sabemos si está triste o alegre, si es la princesa de Rubén o el gato de Chershire.

Estas preguntas no se plantean para deshumanizarla sino para humanizarla. Cuando el grosero emperador del mundo comparte reverencias con los cerámicos emperadores de Japón, Melania está sentada con la mirada perdida como si la hubieran metido en la foto con un programa informático y es posible verla como una cabeza implantada en la imagen de un vestido.

Cuando mira, no parece ver y como apenas habla no hay forma de dar significado a sus silencios. Está como ausente y no me gusta cuando calla, Pablo, por la incapacidad de imaginar qué puede estar pensando. Un año después, es un enigma del que no podemos descifrar si contiene misterio o nada.