Dios me libre de defender a un acosador o a un pederasta, pero tengo la impresión de que la última oleada de denuncias contra personajes públicos, por acoso sexual, es un experimento para ver hasta dónde tragamos en el imparable proceso de perder nuestras libertades y nuestros derechos más básicos.

Si un terrorista tiene presunción de inocencia y no se le puede condenar hasta que no queda demostrada palmariamente su culpabilidad, ¿por qué se puede acusar a cualquiera sin pruebas y destrozarle la vida con una simple declaración? Si un ladrón cualquiera, un asaltante de pisos o un desfalcador financiero, que nos roba a todos, puede pedir que se anulen las pruebas contra él porque las grabaciones fueron ilegales o por cualquier otra minucia, ¿en base a qué clase de justicia linchamos a otras personas por el simple hecho de que alguien las acuse?

¿O es que alguien cree de veras de que hay pruebas de que este o aquel actor le tocó el trasero a alguien hace veinte años? ¿Qué pruebas? ¿Lo grabaron en vídeo? ¿O lo grabaron a él contándoselo a alguien? Incluso en este hipotético caso las pruebas no serían ni válidas ni suficientes. La policía sabe que por cada crimen hay ocho idiotas que se autoinculpan falsamente por toda clase de motivos.

Pero da igual. La presunción de inocencia ha saltado por los aires cuando se aniquila en favor del espectáculo. Basta con que alguien quiera tener sus diez minutos de gloria para que elija a un personaje conocido y diga, por ejemplo, que en aquella cena en al que se vieron en 1992 le pidió un revolcón y le puso una mano en el escote. Con eso es suficiente. Ni pruebas, ni puñetas.

Lo siento, pero desconfío. Desconfío porque siempre sucede con personas a las que hay algo que sacarles. Desconfío porque parece que los pobres no acosan, ni tocan el culo a nadie, ni se ponen groseros con las mujeres. Desconfío porque me parece que se trata de una especie de impuesto revolucionario contra los que tienen algo, para sacárselo en forma de jugosas demandas o jugosas indemnizaciones. Desconfío porque conozco un caso de una demanda por abusos sexuales contra un fraile que se retiró del juzgado al saberse que, en el momento de la demanda, el fraile ya había colgado los hábitos. Estaba claro: no lo demandaban a él, sino a su Orden, que era la que tenía la pasta.

¿Alguien cree de verdad que las supuestas víctimas presentarían una demanda contra un muerto de hambre veinticinco años después de los hechos? Ni de broma. ¿Para qué?

No se trata de justicia. Se trata de linchamientos, públicos y sin pruebas. Eso que tanto le gusta, y más desde el anonimato, a esta sociedad obligada a esconder la crueldad que pudre sus entrañas. Circo romano. Mierda y sangre.