Llevo tiempo reflexionando sobre la paradoja de la hiperconectividad en la que vivimos. Se dice que las redes sociales y los servicios de mensajería instantánea en los teléfonos móviles han salvado todas las distancias. Pero ¿en qué medida hemos usado estas herramientas para sustituir los otros cauces de comunicación en lugar de complementarlos y ensancharlos? ¿En qué medida estamos poniendo filtros a la verdad, viviendo una vida que no es la nuestra o proyectando una imagen de nosotros que apenas se corresponde con la realidad? ¿En qué medida estamos perdiendo el contacto humano y real de los abrazos y de las miradas?

Asistimos atónitos al nacimiento de amistades virtuales entre personas que se comunican únicamente a través de las redes sociales, a pesar de vivir en la misma ciudad, tratándose como verdaderos extraños en la calle. Conciertos, conferencias o exposiciones con una legión de entusiastas locales en las redes que, finalmente, se quedan en nada. Igualmente, con causas absolutamente justas que defendemos únicamente desde la comodidad de nuestro ordenador, a golpe de clic, pero por las que no somos capaces de salir a la calle y pregonar lo que en verdad creemos cierto. La presencia física está de capa caída. Detener un momento el ritmo y parar para prestar atención a algo o a alguien es considerado hoy casi como un ejercicio de riesgo, absolutamente innecesario.

Leía hace poco una propuesta para el nuevo curso: "más café y menos WhatsApp", que podríamos hacer nuestra, desde lo anecdótico a lo general. Me pregunto qué hubiera pasado si a la invitación de Jesús para asistir a aquella Cena, sus amigos, con los que había caminado durante largo tiempo, le hubieran despachado con un "Puede", un "Quizás" o un "Me gusta", siempre cumplidor.