L a izquierda española dice a voces en las avenidas que el nacionalismo es de derechas. Hasta ahora esa ideología estaba bien o merecía cuidados especiales. Le urge a esa izquierda excretar ese nacionalismo que honra la diferencia para legitimar la desigualdad.

En el camino hasta la declaración de la independencia de Cataluña hay muchas huellas de acompañantes que propusieron rodeos para acabar avanzando en el mismo sentido. Rodeos en los que les daban lo que no querían para no darles lo que querían. La incomprensión y la insatisfacción son normales y mutuas.

El deseo de independencia es legítimo. Los deseos no son ilegales; las acciones que producen pueden serlo. El de independencia deja de serlo a partir de que se persigue fuera de la ley. Lo más revelador del llamado "procés" es hasta dónde han sido capaces de llegar y con qué métodos algunas personas y grupos con los que compartimos democracia. Ahora bien, funciona la ley, responde el sistema, se expresan todos. Ahora, bien. Mejor que antes.

Ahora bien, como nos vamos conociendo, es un pésimo momento para engordar ese nacionalismo español de "cine de barrio", banderita en el perfil, porrompompero y sangría. Lo mejor de la España de los últimos 40 años es la baja exigencia emocional al ciudadano respecto al suelo que pisa, el clima templado donde uno es español por azar de nacimiento, habla un idioma muy útil en el mundo y aquí tributa si aquí tiene actividad económica. Ojo al cambio climático.

Como nos conocemos, no es buen momento para despreciar la riqueza de las culturas locales que van mucho más allá de un baile primitivo desempeñado con un traje de finales del siglo XIX y mucho más acá que sentirse el pueblo autoelegido.