Tres meses más tarde de la caída de Mosul, la capital del EI en Irak, símbolo de su poder en la región, Raqa, ha corrido la misma suerte. Las últimas milicias yihadistas extranjeras que aún resistían en la ciudad, de unos 300.000 habitantes, eran derrotadas. Si bien, cerca de trescientos yihadistas sirios con sus familias pudieron ser evacuados en autobuses tras un acuerdo. Y nadie sabe hacia dónde se dirigen. Las Fuerzas de Siria Democrática (FSD) entraron encabezadas simbólicamente por las milicias kurdas de las Unidades de Protección de Mujeres (YPJ), en la misma plaza Al Naim donde el EI imponía su brutalidad y su poder, donde se procedía a las ejecuciones públicas y donde se estableció, como obligatorio, para las mujeres el niqab. Sin embargo, a pesar de que el Califato ha perdido todas las grandes ciudades y, prácticamente, ha dejado de controlar toda la vasta superficie que antaño le hizo tan temible, ahora, se teme su paso a la clandestinidad. No obstante su debilidad aparente, no se ha destruido por entero la cabeza de la serpiente que como una hidra ha renacido con fuerza y se ha consolidado en otros países como Libia, Egipto, Yemen, Afganistán, Nigeria o Filipinas. Es como una plaga que se expande y cuyo final está muy lejos de producirse. Cierto es que la toma de la gran ciudad de Raqa implica un alivio momentáneo. Pero en modo alguno definitivo.

A la vista está que la región es como un gran polvorín armado. No solo está el hecho de que se haya logrado acabar con los yihadistas, esto era ya un paso inevitable, sino que ahora hay que encarar otros frentes como las aspiraciones del Kurdistán, como el futuro de las milicias rebeldes, como la relación entre suníes y chiíes, como qué ocurrirá en la guerra civil en Siria. Irak y Siria han sido liberadas del yugo integrista. Sin embargo, la democracia no va a alcanzar a cubrir ese escenario con sus promesas de paz, tolerancia, respeto y libertad. Porque todavía es una realidad muy lejana, más bien un espejismo. En Irak, el precario equilibrio entre chiíes y suníes se pone en juego cada día. Al menos, en el norte, han vuelto a retomar la estratégica ciudad petrolera de Kirkuk sin disparar un solo tiro de manos de los kurdos.

Pero todavía ha de conciliarse con una región de mayoría kurda que ha vivido ajena a los dictados de Bagdad prácticamente desde 1991. Además, hay que reconstruir el país, mayormente arrasado por el furor de la guerra, volver a activarlo económicamente y disolver los ejércitos, pero sin perder de vista la posibilidad de un rearme yihadista. Hay que andar con pies de plomo. La tormenta de la guerra ha cedido a la de la paz. Pero tampoco esta es mucho más fácil de consolidar, al revés, los éxitos militares ciegan a los gobernantes y pueden arruinar tanto sacrifico muy fácilmente, mediante la falta de entendimiento de las distintas sensibilidades tribales y anteponiendo el factor religioso al político y social. Veremos. Sin embargo, en el este, en Siria, poco o nada sabemos qué efectos va a traer consigo la toma de Raqa. Han sido las fuerzas rebeldes al Gobierno de El Asad las que han ocupado tan importante núcleo. Cierto es que El Asad parece invulnerable. Cuenta con el firme apoyo de Rusia, pero no tiene capacidad de recuperar militarmente el conjunto del país. Tras más de seis años de guerra hay un cierto empate técnico y, mayormente, un agotamiento generalizado. Pero eso no evita pensar que cuanto más se prolongue el conflicto, la inestabilidad solo beneficiará a los yihadistas.

Tal vez, el foco de su atención ya no esté en Siria ni en Irak, ya que han sido duramente golpeados allí. Aun así, no dejan de ser muy peligrosos, las milicias de Al-Qaeda, por de pronto, mantienen el control de la provincia de Idilib. Con lo que se puede prolongar más tiempo la violencia. El EI, como señalan algunos analistas, es historia, pero tal vez sean sus restos todavía más dañinos, desafiantes y desconcertantes. Ya hemos visto lo vulnerables que son las sociedades a su terror indiscriminado. Son capaces de infiltrarse en cualquier parte, porque solo hace falta contar con una persona que crea en sus macabros fines, a la que previamente se le haya hecho un conveniente lavado de cerebro, para actuar y cometer una matanza. Y, en Occidente, hay mucho joven incauto musulmán desencantado.

Cierto es que se trata de dos batallas muy diferentes tanto en tácticas, esfuerzos como en geografía. Una se halla en esos países musulmanes en donde el atraso social y donde las dictaduras han hecho que el fermento del yihadismo se haya convertido en una mala raíz que es imposible de erradicar. Y hay que apostar por impulsar políticas internacionales coherentes con la tolerancia, el respeto y el desarrollo social. Pero también debemos cuidar las relaciones en los países occidentales con las comunidades musulmanas y no verlas como enemigas porque no lo son, porque este es nuestro mundo y debemos protegerlo contra toda clase de fanatismo y amenaza. Pues es mucho más fácil esgrimir estos argumentos que combatirlos con éxito.

El papel de la educación es clave, necesario, vital, es el punto común que nos integra a todos como seres humanos conscientes. Una educación que nos sensibilice con los demás y nos ayude a comprender que el terrorismo es una temible fantasía de redención humana y falsa trascendencia. Así que, en parte, con el fin del EI volvemos al punto de partida. Queda saber y comprobar si la experiencia nos ha servido de algo, si desde los países árabes la victoria les ha supuesto darse cuenta de lo importante que es aceptarse como son y reforzar el Estado hasta convertirlo en una entidad parecida a las democracias europeas. Y en los occidentales, si seremos capaces de entender que hemos de implicarnos más en el desarrollo mundial, que la miseria, las desigualdades y, sobre todo, el egoísmo económico solo conducen a que el yihadismo recupere todo el territorio perdido.