Todo lo ocurrido en Cataluña y lo que pueda ocurrir a partir de ahora debería servir, al menos, y de cara a la necesaria reforma de la Constitución, como motivo y llamada de alarma de que el Estado de las autonomías puede estallarnos a todos cualquier día entre las manos. El intento separatista catalán ha sido una oscura demostración de como para algunos fanáticos del nacionalismo el fin justifica cualquier medio, pues de todo ha habido: mentiras, engaños, ilegalidades, añagazas, negociaciones secretas, contradicciones, cambio constante de posiciones, miedos, tensiones, presiones, amenazas y chantajes, muchos chantajes, en una paranoia general que ha sembrado el caos y el desconcierto entre los españoles, perplejos e indignados, que han seguido el desarrollo del proceso a través de los medios.

Los chantajes se mantuvieron hasta el último instante, incluso con gente a la que nadie había dado vela en el entierro, como los del PNV que amenazaron al Gobierno de la nación con no apoyarle en el Congreso de cara a los próximos presupuestos generales si no pactaba y llegaba a un acuerdo con Puigdemont, el vencido y abrumado mesías del separatismo o el que más tenía que dar la cara, que había exigido la impunidad absoluta para él y para los suyos a cambio de convocar elecciones autonómicas y que Rajoy retirase la aplicación del 155 para la intervención de Cataluña. Solo que estiró tanto la cuerda, que por ahí no se pasó, ante lo cual el presidente de la Generalitat anunció que no habría comicios regionales y que la decisión de declarar la independencia se trasladaba al Parlament. Fue la del jueves, una jornada desquiciada, bochornosa, en la que tan pronto se aseguraba una cosa como la contraria, mientras en el Senado se daban los pasos para poner en vigor la norma constitucional.

Ya no restaban otras opciones, en realidad. Puigdemont aparecía acosado por sus socios del movimiento secesionista que le acusaban de traición si se plegaba a las elecciones. Por otro lado, su Govern era partidario, en buena parte, de ceder y dar vía libre a las urnas, para lo cual incluso se había fijado ya fecha, el 20 de diciembre, aunque fuese desde la sombra. Uno de los consejeros dimitió a última hora, viendo que se agotaban las posibilidades para evitar la aplicación del 155. Lo único que parecía claro era que no habría elecciones pues los secesionistas no iban a retractarse públicamente de su quimera delictiva pero que el Gobierno de la nación no iba a ceder ni un milímetro más pues España entera estaba pendiente de su decisión, no admitiendo otra muestra de debilidad, de lo que era Rajoy muy consciente y temeroso. En el pleno del Senado de ayer, el presidente aseguraba que no habría marcha atrás pues había que salvar a Cataluña del yugo separatista y antidemocrático.

Ha sido y es un dislate, un baldón en la historia de España, al que nunca debió haberse llegado y del que salen, sea cual sea el final, si es que lo hay, muy tocados sus protagonistas que han dado en conjunto una penosa imagen de la mediocridad y el oportunismo de la actual clase política, capaz de todo aunque sea incluso al loco, caro e ilegal precio de querer crear un país inexistente.