Hay cada vez más controles sanitarios de los alimentos que se venden en el mercado, lo que me parece una medida pertinente y muy adecuada. Si algún producto se considera dañino para la salud, porque no reúne las mínimas condiciones de higiene, se retira sin contemplaciones. Este control se realiza también con juguetes y ropa para niños; se extreman las cautelas para evitar que estos puedan sufrir algún incidente indeseado, como un atragantamiento o una intoxicación.

En España, sobre todo desde que pertenece a la Unión Europea, se han tenido que adoptar muchas medidas sobre este particular. Las mismas personas que trabajan en la elaboración de productos cárnicos u otros destinados al consumo tienen que sacarse un certificado de manipulador de alimentos. Hasta se regula cómo tienen que ser los cubos de basura que hay en las cocinas domésticas para arrojar los desperdicios de la comida: con tapa y pedal para poder abrirlo sin usar las manos.

Son normas sanitarias para garantizar que los gérmenes no campen a sus anchas ni en los mercados, ni en las tiendas, ni en los domicilios. Por eso, son de obligado cumplimiento. Nada que ver con los mercados o puestos de comida que uno ha observado por esos mundos de Dios, sobre todo en los países africanos.

A los ciudadanos nos satisface que velen por nuestra salud. Por eso, cuando en España se prohibió fumar en locales públicos, salas de espera, autobuses, metros y lugares de trabajo, incluso muchos fumadores apoyamos estas medidas, aunque otros las consideraron coercitivas. En nuestro país se han promulgado dos leyes llamadas popularmente "antitabaco": la del 26 de diciembre de 2006 y la del 30 de diciembre de 2010. En esta última se amplió la prohibición de fumar en cualquier espacio abierto al público que no esté al aire libre; se hizo una excepción en centros de internamiento penitenciario y psiquiátrico.

Cuando el Parlamento aprobó la primera ley antitabaco en 2006, hubo algunas protestas, sobre todo por parte de las tabacaleras y de los propietarios de bares y restaurantes. Estos últimos aseguraban que iban a perder muchos clientes, porque algunos estaban habituados a tomar café, copa y puro o cigarrillo, lo que iría, además, en detrimento del empleo. Se apeló también a que se restringía la libertad individual y se subrayó que cada uno es dueño de hacer lo que le plazca, aunque ello conlleve atentar contra su propia salud.

Se obligó a incluir en las cajetillas de cigarrillos mensajes disuasorios: "fumar mata", "fumar provoca embolias e invalidez", "su humo es malo para sus hijos, familia y amigos", "los hijos de los fumadores tienen más probabilidades de empezar a fumar", "fumar reduce la fertilidad". E incluso se transcribió en las cajetillas una "ayuda para dejar de fumar", que remite a la página web puedesdejarlo.es. Un buen réspice al tango, cuya letra escribió el catalán Félix Garzo en 1922 y popularizó en España Sara Montiel en 1957: "Fumar es un placer genial, sensual".

Diré de entrada que soy fumador; pero me resulta poco razonable que se pueda elaborar y vender legalmente un producto tan perjudicial para la salud. ¿Se imagina alguien que estuviera permitido vender pescado enlatado con ingrediente de cianuro, siempre y cuando se avisara de ello con una inscripción en el envase?

Corrió la especie de que en España no se prohíbe el tabaco, debido a los elevados impuestos con que se grava las cajetillas de tabaco, en torno al 80 por ciento. Sin embargo, el Estado español anualmente tiene un saldo negativo de entre 4.000 y 6.000 millones de euros, como consecuencia del gasto sanitario que acarrea el tratamiento de las enfermedades vinculadas al tabaquismo.

Entonces, ¿por qué no se prohíbe fumar? Esta es la misma pregunta que se hace el Club de Fumadores por la Tolerancia y añade: "Si el tabaco mata al año a cinco millones de personas en el mundo, los gobernantes serían unos asesinos por permitirlo".

Creo que, en el fondo, se trata de un problema con connotaciones de política liberal que no acepta ninguna limitación a la libertad individual. Los relativistas ya han dado la solución: no prohibición total, sino una regulación más estricta en la venta, publicidad y consumo. O sea, que avisados estados y allá cada cual.