L a verdad siempre resplandece al final, cuando ya se ha ido todo el mundo, decía Julio Cerón, el fundador del mítico Felipe. Lo que no añadió fueron las numerosas víctimas que tantas veces acopia su triunfo.

La sentencia en 2010 del TC sobre el Estatuto de Cataluña y la posterior manifestación de rechazo del 10 de julio, "Som una nacio. Nosaltres decidim", por el Paseo de Gracia con todos los presidentes de la Generalitat al frente, marca un hito decisivo del desafío de los separatistas. A partir de ese momento, su hoja de ruta se muestra sin embozo, decididos a imponer la secesión de Cataluña al margen de los procedimientos democráticos y contra la legalidad española e internacional. Las sesiones del Parlament de los días 6 y 7 de septiembre, en las que se aprobó la Ley del Referendum y la de Transitoriedad jurídica para la proclamación de la independencia, más allá de una mascarada democrática, fueron la rúbrica de esa voluntad excluyente, rupturista y totalitaria que el nacionalismo ya no esconde. Lo que ha sucedido después, más que previsible, estaba programado.

Conscientes de la ilegalidad e ilegitimidad de sus actos, los gobernantes catalanes, con Puigdemont, Junqueras y Forcadell a la cabeza, adujeron que sus adversarios les habían obligado a hacer lo que no debían, y al no disponer de unas leyes apropiadas al caso, no tenían más remedio que conculcar las vigentes y justificar la legitimidad de sus decisiones en la mayoría del Parlament que le era propicia. Ante tamaña barbaridad y escarnio democrático, el Gobierno debería haber actuado, no sólo recurriendo a la justicia para que sancionara la ilegalidad de tales actos e inhabilitara a sus protagonistas, sino ejerciendo las funciones que la Constitución le confiere, como la Ley de Seguridad Nacional o el denostado y próvido artículo 155. Pero se abstuvo de hacer esto último, y las consecuencias de su inacción e impasibilidad las estamos viendo. No sólo no impidió la realización del Referéndum ilegal el 1-0, sino que su torpe decisión permitió que la fecha se convirtiera en fúlgido escenario de la insurrección. ¿Alguien podía desdeñar los evidentes riesgos de tumulto y desorden callejero que provocaría la acción policial? ¿No era previsible el uso espurio de las imágenes por los facciosos? ¿Acaso era inconcebible el acicate del victimismo y su justificación para la proclamación de la independencia?

Hace días se lamentaba Mariano Rajoy de que nadie podía imaginar a los extremos que han llegado los secesionistas, y que su desprecio de la legalidad y la deslealtad institucional le iba a obligar a hacer lo que no quería hacer, para posteriormente justificar su actuación en que había aplicado "la ley y sólo la ley". Y ahí parece radicar la raíz de la inacción de nuestro presidente. Primero, por no valorar en su justa medida los riesgos; después, por no atreverse a implementar las medidas necesarias para conjurarlos; y por último, por no entender que su principal función como gobernante es hacer Política, política con mayúsculas, y no sólo gestión pública.

Ni que decir tiene que los responsables de la mayor crisis a la que se enfrenta España desde el golpe de Estado el 23 F, son los independentistas, pues ellos son quienes están poniendo en riesgo nuestra democracia y la convivencia en paz de todos los españoles. Pero no podemos ignorar que la inacción o tolerancia con la deslealtad y la insumisión de los nacionalistas catalanes no sólo ha sido de Rajoy, sino también en buena parte del resto de los gobernantes de nuestra democracia. En primer lugar, auspiciaron su sobrerrepresentación en las Cortes aprobando una Ley Electoral que les favorecía, y más tarde, toleraron su "continua y sistemática vulneración de las leyes", que advierte y critica acertadamente el Rey, con una permisividad negligente. No solo fueron laxos en la defensa de la legalidad constitucional y de los principios de igualdad democráticos, sino que no valoraron los deletéreos efectos sobre la ciudadanía del adoctrinamiento en el odio y el repudio de España al que los diferentes gobiernos de la Generalitat han sometido a generaciones de catalanes, con la coartada de la inmersión lingüística y bajo el "principio regular de la exclusión", como señala con lucidez Félix Ovejero. Y en ese pútrido caldo de cultivo no podía sino germinar el separatismo como una bunga bangkai mediterránea. Que algunos personajes del espectáculo mediático obtengan rédito con su apología, tal vez sea comprensible, pero no así que partidos políticos no nacionalistas compartan su discurso y quieran pescar ahora en el río revuelto de la rebelión.

Pero no es cuestión de decir a toro pasado lo que pudieron hacer y no hicieron tanto el Gobierno como la oposición, sino de hacer, aunque tarde, lo que aún pueden y deben, no solo para defender la democracia, la libertad y la igualdad de los españoles, sino para evitar que esta farsa nacionalista e intento de golpe de Estado termine en tragedia.