La vuelta al cole, a la bendita rutina, también supone en muchos casos un anunciado regreso a la competitividad feroz que, sorprendentemente, se da cada día más entre los propios padres que entre los hijos. Basta con escuchar esas conversaciones de madres y padres desgañitándose en público acerca de un sinfín de actividades extraescolares, como si eso fuera la verdadera vara que mide la inteligencia de los niños. "El mío va a inglés y este año también a chino". "Pues, al mío le hemos apuntado además a francés, a pádel, a natación y a violín". Son frases habituales en las tertulias espontáneas que surgen en la calle, a las puertas de los centros escolares o en las terrazas de las cafeterías.

Para mí tengo que esta vorágine radica, en muchos casos, en las propias frustraciones de los padres, deseosos de que su niño llegue a la adolescencia dominando el inglés y hasta el arameo y que su expediente escolar acabe repleto de notas con un diez. Pocas madres o padres, por no decir ninguno, airean que su hijo ha obtenido un cinco en Matemáticas o en Lengua, como si tal cosa fuera una deshonra. Ahora bien, si la nota es la máxima, ya se encargan de propagar a los cuatro vientos la hazaña. Esa vehemencia con la que los progenitores prodigan el supuesto éxito de sus hijos en la escuela es, paradójicamente, la que con el tiempo puede jugar en contra del propio chico. La tensión por ser los mejores, la continúa y estéril comparación con los demás y el mínimo valor que suele otorgarse a quien se ha esforzado al máximo pese a obtener un cinco raspado son pruebas evidentes de todo este inhóspito clima escolar y social que nos rodea.

Seamos conscientes de que esas actitudes paternas basadas en la mera competición acaban frustrando a nuestros propios hijos. No echemos sobre sus hombros el peso de nuestros fracasos y procuremos inculcar los valores del esfuerzo y de la responsabilidad por encima de calificaciones y récords.