Ala vuelta de las vacaciones que desde mi infancia he venido disfrutando en un pueblo a orillas del río Órbigo, siento la necesidad de hacer algunas reflexiones sobre la situación en la que viven nuestros pueblos, algo que poco a poco vamos intuyendo a medida que pasa el tiempo. También he de decir que me niego voluntariamente a utilizar el término Medio Rural que resulta insultante para los que nos sentimos de pueblo y del campo, es decir, campesinos. Términos por otra parte acuñados desde los despachos de las grandes urbes por funcionarios al servicio del poder, cuya administración se muestra insensible ante los problemas del campo y de nuestros agonizantes pueblos.

Eso sí, no quemes cuatro hierbas malas que salen entre los tomates o las lechugas, porque enseguida te llamarán la atención o incluso te multarán. O que el Ayuntamiento, que no olvidemos representa a los vecinos del pueblo, acondicione una pradera a orillas del río y coloque aspersores para mantenerla verde y una barbacoa para uso de sus gentes, porque enseguida llegará una orden y unas cintas prohibiendo el acceso a la barbacoa por peligro de incendio, cuando en realidad lo único que se puede quemar es el propio río, cosa poco probable, pero es necesario prohibir para mantener a raya a los pueblos.

Recuerdo en mi infancia aquellas "cisqueras" que se preparaban en medio del monte con el fin de prepararse para el invierno una vez acabada la recolección del grano. Se iba al monte en el carro de vacas o mulas y se llevaba media docena de garrafas de agua para apagar el fuego, porque no había sitio para más. Jamás vi un fuego en el monte por esta causa y eran muchas las cisqueras que se preparaban, pues buena parte de los vecinos hacían cisco para calentarse en invierno, ya que en ninguna casa faltaba el brasero. Ahora, el hombre del campo, el campesino (el masculino designa también a la especie, sin distinción de sexo, por tanto incluye a las mujeres) está señalado con el dedo y acusado de delincuente o asesino.

Con la llegada del capitalismo financiero y el casino global en el que nos han metido, todos hemos pasado a ser presuntos delincuentes. La legitimidad viene dada por el consumo mismo, los valores individuales han desaparecido, aunque alguno se resista a ello, y lo que antes podía constituir un espacio autónomo, como el arte y la cultura, hoy se mide por los mismos parámetros comerciales que cualquier otro segmento de mercado.

Uno de los mayores esfuerzos que está realizando la nueva sociedad del capitalismo financiero es el de anular la antigua distinción entre campo y ciudad, en la nueva terminología capitalista entre Medio Rural y Urbano. Pero la naturaleza aún se muestra indómita y se rige afortunadamente por tiempos distintos y de momento no reconoce la disciplina industrial a pesar del enorme esfuerzo por aniquilar el campo y a sus gentes, a esas personas que viven tranquilamente en los pueblos de nuestra provincia, de Castilla y León, y que están condenados a desaparecer. Cuántas veces recuerdo a personajes de Miguel Delibes, como El Nini de la novela Las Ratas, preocupados por la llegada de la helada tardía y la aparición del viento del norte. El ritmo de las estaciones del año y el de las cosechas servían de contrapunto al ritmo desbordante, trepidante y urbano, marcado por la producción fabril, y, aunque en estos tiempos la producción está saturada, el sistema se ha reorganizado para resolver el problema con la creación de empresas de servicios e invertir de cualquier manera en cosas aunque sean innecesarias. ¿No sería mejor que concentrar el monte para que algunos sepan dónde tienen sus fincas, el comprarlo y cuidarlo, que es menos costoso y más rentable? He visto construir regadíos en auténticos pedregales, que entre abonos y amortización son auténticamente inviables, pero hay que mantener la industria empresarial en detrimento fundamentalmente del campo. Y para colmo, en pueblos con una fuerte despoblación se proyectan Normas Urbanísticas, realizadas desde despachos de las ciudades, que rayan en el total disparate. Por poner un ejemplo, en mi pueblo, de 1.200 habitantes, se proyectan viviendas para 5.000 habitantes lo que, además del caos, ha provocado una asfixia del pueblo que hace que decrezca aún más y de manera más alarmante.

Y por si fuera poco, ante la situación desastrosa de los incendios, nos están invadiendo sombras de sospecha de las que ningún vecino se libra. En estos días, el delegado territorial de la Junta de Castilla y León realiza unas declaraciones acusatorias que crean aún más confusión, desentendiéndose de su labor de gestión, control y vigilancia de nuestros campos. Dice textualmente: "Hay que denunciar al que quema, que tiene nombre, a identificarlo, porque vive en el municipio".

En los pueblos nos conocemos todos, sabemos de las aficiones y costumbres de cada familia, incluso de las penurias y dificultades que algunos pasan. Pero ahora la situación es más grave porque somos también sospechosos de incendiarios. En todos los medios de comunicación se habla de incendios provocados y se acusa de estar detrás de ellos a pastores, ganaderos y gente desaprensiva de los pueblos, pero en ningún medio he visto poner en tela de juicio a empresas de servicio en torno a las que por esta causa se mueven ingentes cantidades de dinero. Este terrorismo incendiario puede proceder y tener origen en lo más insospechado, pero de lo que no hay duda es que los pueblos son los que lo sufren con más intensidad hasta el punto de favorecer fundamentalmente la despoblación y contribuye con sus efectos a la muerte definitiva del campo, algo que, no nos olvidemos, está en el ideario del nuevo sistema político y financiero.