Dentro de algunos años, cuando estas tierras del oeste zamorano estén ya vacías y no quede apenas memoria de lo que fueron, es posible que algún científico con vocación a medio camino entre la etnografía y la arqueología se acerque para conocer cómo fue el ocaso de aquellas sociedades. Para conocer qué pensaban y qué valores sostenían a sus miembros. Estoy seguro de que este investigadorse quedará sorprendido por algunas de las cosas que encuentre en su investigación, y quizá lo que no sea capaz de explicarse sea el enorme capital social que se acumulaba en este misterioso país rayano durante los meses estivales. En aquella época, finales del siglo XX, principiosdel XXI, la tierra cambiaba de aspecto a partir del mes de julio y cobraba una vida inusitada hasta mediados de septiembre. Pueblos moribundos y con muy pocos habitantes durante el resto del año se convertían en metrópolis llenas de vida y juventud durante varias semanas. Incluso las casas cerradas y ya en ruinas parecían cobrar vida de nuevo. El cénit de aquella explosión llegaba con las fiestas. Las fiestas de los pueblos. Cuando la gente empezó a irse a Madrid, muchas se adaptaron para celebrarse en agosto y dejaron de hacerlo en julio o en septiembre. Aquellas fiestas las hacían normalmente los emigrantes, los que volvían en busca de una identidad o los que simplemente querían descansar unos días donde reposaban ya para siempre los suyos. Eran fiestas sin intervención de la Administración, toda una rareza en aquella España mercantilista en la que todos esperaban siempre que un tercero resolviera, por arte de magia, sus problemas. El propio concepto de pueblo era elástico, ya que a él pertenecían no sólo los hijos o los nietos de los allí nacidos, sino también los amigos que volvían todos los años por la fiesta y acababan integrados en el común de los vecinos. El modelo tenía múltiples variaciones, pero era habitual que, a finales de verano, se nombrara una Comisión que se encargaba de organizar la fiesta y de gestionar los dineros a lo largo del año, un dinero que se obtenía de múltiples formas, como la lotería, las cenas y a través de la colaboración de muchas empresas que tenían la sensibilidad de colaborar con aquellas actividades.

Llegado el momento, la Comisión se ponían manos a la obra; una Comisión que solía estar compuesta a partes iguales por jóvenes y por adultos, cada uno con sus responsabilidades razonablemente definidas. Era una buena herramienta para mezclar, además, perfiles vitales distintos, en un mundo en el que la brecha generacional era cada vez más relevante a todos los efectos. Aquellos días de fiesta se pasaban volando para los comisionados: siempre había algo que hacer: organizar el vermú, asegurarse que las cámaras frigoríficas enfriaran, terminar de confirmar el grupo de música, preparar el chocolate para el homenaje a las personas mayores, repartir la revista de las fiestas, gestionar el campeonato de mus? Todo ello a través de trabajo voluntario. Y no retribuido, claro. Un modelo no tan lejano de aquellas llamadas a concejo, las facenderas, con las que el común de los vecinos se resolvía los problemas para los que nunca tenían ni presupuesto ni tiempo de las Administraciones Públicas competentes en la materia. La Comisión no era controlada más que por el común de los vecinos; ya sabe el lector que la única comunidad humana no imaginada es la aldea, ese espacio en el que el conocimiento y el contacto entre todos sus habitantes es literal y no sólo una metáfora. Así que ninguno quería pasar a la pequeña historia del pueblo como el que hizo las últimas fiestas. O las peores. Los dineros y el patrimonio de todos se manejaban de manera general con honradez, porque como nos señaló un escritor de aquella época ya lejana "Canallas también tuvimos, pero se les apartaba del común y el día a día se les tornaba difícil". Se pedía por las casas, a primera hora o a última, en la alborada, para que los vecinos, cada uno con su voluntad, contribuyeran a pagar todo aquello. Acabados los festejos, los vecinos limpiaban el pueblo de los restos de la basura (botellón le llamaban, porque quedaba más fino) que habían quedado desperdigados por doquier.

Aquel mundo comunitario, que empezó a morir con el gran tránsito a las ciudades que supuso el siglo XX, fue un mundo con muchas sombras, pero eso no ha de ser obstáculo para recordar también sus muchas luces. En el año 2000, el sociólogo estadounidense Robert Putnam publicó un célebre ensayo, "Solo en la bolera" en el que analizaba el declive social que se había ido produciendo en los Estados Unidos desde 1960 por la pérdida paulatina de las redes cívica basadas en las relaciones de confianza y reciprocidad entre los ciudadanos. Una pérdida de capital social que se ejemplificaba en la imagen del ciudadano jugando solo a los bolos, una metáfora de la pérdida de las actividades y de los lugares de encuentro en el que los ciudadanos se socializan. En este sentido, el valor del trabajo en común, la confianza depositada de manera personal y no virtual en el vecino; es decir, el capital social que se generaba al trabajar cara a cara en beneficio de la comunidad, fueron algunas de las notas distintivas que marcaron el final de aquel mundo rural, rayano y escasamente moderno. Un mundo que desapareció, es cierto, pero en el que, hasta el final, todos iban juntos a la bolera. Y a organizar la fiesta.