Seguro que a muchos de ustedes les suena la titulación de este artículo y no se equivocan porque me tomo la licencia de copiarlo del libro homónimo de Gerald Durrell que aconsejo la lectura para dar remate al verano y de paso acopiar anécdotas entretenidas que pueden compartir con niños y mayores, hijos y nietos, vecinos y demás animales familiares. Se trata del relato autobiográfico novelado de la experiencia de un niño inglés sobre la estancia vacacional con su familia en la isla griega de Corfú, en los años treinta del pasado siglo. La naturaleza en estado puro le fascina a un niño de ciudad que descubre animales cercanos y simpáticos como pueden serlo familiares de comportamiento parecido u opuesto.

La infancia es ese tiempo con permiso de residencia en un paraíso con fecha de caducidad. La visión parcial del mundo, el conocimiento limitado al espacio inmediato donde el niño crece, o ha de crecer, sin traumas, le deja crear un mundo propio en buena parte ajeno a la maldad que acecha al otro lado de la valla de ese jardín donde echan raíces los primeros años de la experiencia de vivir. El cariño, la cercanía de los suyos completan el segundo recinto que protege su mente de conflictos prematuros. En la infancia el mundo real está por vivir y descubrir.

En ese camino de curiosidad por todo, acompaño a mis nietos. En la aldea o en el pueblo es donde se hace más visible que en otra parte el asombro ante el descubrimiento "in situ" de fauna y flora, de espacios abiertos a la investigación por caminos sin coches, por veredas que los carros de antaño recorrieron con el único peaje del sudor de sus amos. Todo es nuevo para el niño cuando estrena la curiosidad como paso previo al conocimiento y todo es un hallazgo que le llama la atención en el mapa cotidiano de su viaje a la vida: la de pájaros e insectos, la de las flores y la hierba que le incita a tumbarse y a brincar sin cuidado. Hoy es una rana sorprendida en el estanque, mañana una abeja merodeando entre las flores que atrae su mirada o un moscardón amenazante, una lagartija esquiva, un gracioso saltamontes. Contempla de cerca los animales que hasta entonces sólo existían en los cuentos o en su fantasía encerrada en el mundo de la ficción telemática. En el campo, para él, una vaca es un ser de una realidad tan contundente como su tamaño, así como un caballo o un rebaño de ovejas. En su inocencia y mansedumbre algunos de esos "bichos" se parecen al niño que los contempla y aprende a la vez, con pequeños sustos, del peligro de otros a los que mejor no acercarse. En fin, la vida como ensayo y advertencia, como realidad ambivalente que siempre hay que tener en cuenta. No es de extrañar que junto a las proezas de grandes hombres, tanto históricos como de ficción, haya animales compartiendo el protagonismo. Seguro que les doy pie a pensar en El Quijote o el Cid, tan vinculado a Zamora. Tocante al campo literario no he podido olvidar ese arranque tan detallado y cariñoso del burro del Premio Nobel, Juan Ramón Jiménez, describiendo al asno protagonista de su libro: "Platero es pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro..." . El poeta proyectaba en su libro más conocido las sensaciones de su alma infantil creando una prosa de una enorme calidad humana y literaria. Es uno de esos libros en los que el arte narrativo y la sencilla emoción que transmite logra deleitarnos sin necesidad de un argumento complejo o atrayente. Quiero pensar que es el libro que no pudo escribir de niño y en él están vertidas o transformadas las experiencias más evocadoras de su pasado infantil. La Poesía Pura que aspiraba alcanzar su autor se convierte aquí en prosa pura, el relato llano de una persona que conecta sobremanera con quienes tuvimos la suerte de vivir, de niño, episodios parecidos en el mundo rural.

Es una suerte y es hermoso, como decía al principio, acompañar a los niños en ese "paseo iniciático" por la vida que les circunda, por la maravilla de la naturaleza que sobrevive si le permitimos esa presencia y existencia que le niega el terrorismo ecológico de la contaminación y los incendios. Escribo estas líneas muy cerca de la fraga de Cecebre (pequeño bosque autóctono gallego) donde transcurre la historia del libro " El bosque animado" del gran escritor Wenceslao Fernández Flórez. La vida en esta pequeña novela es la descripción cruda y a la vez poética del alma de los árboles y la vida de los hombres y mujeres en la fraga, donde junto con los animales que la pueblan suceden historias con protagonismo compartido entre todos ellos. Al fin y al cabo animal y planta somos todos y nuestra sangre sabia fue antes que plasma.

El verano se despide en nuestra provincia con un desastre de ruina vegetal por causa de los incendios. A una región que no anda sobrada de masa verde encima le cae esta desgracia. Por si fuera poco el suceso en este rincón del planeta leo que un vórtice de basura, plásticos en su mayoría, navega como una isla kilómétrica, a la deriva por el Pacífico. Creo que para no seguir con más pesimismo debo recurrir de nuevo a los poetas, en este caso Rafael Alberti, autor de unas memorias de título bien significativo para lo que venimos hablando: "La arboleda perdida" que escribió también estos breves pero elocuentes y bellos versos:

Hoy, mar, amaneciste /con más niños que olas.

Para ellos hemos de preservar, especialmente, el mar y los bosques. No nos cansaremos de recordarlo.