Cualquier intento por entrar en la mente de ese grupo de personas que han hecho de prender fuego al monte una motivación existencial resulta absolutamente vano. Desde una perspectiva personal les confieso que no logro llegar a una conclusión satisfactoria sobre su capacidad intelectual y moral, ya que la maldad o la locura no se me antojan explicaciones con una suficiente densidad. Lo intento mientras se fija en mi ánimo la obscena cifra de cien incendios contabilizados durante la última semana en Castilla y León y que, según el consejero de Fomento y Medio Ambiente, Juan Carlos Suárez-Quiñones, llevan la firma de mentes "criminales y malignas".

Supongo que incendiar montes y bosques se corresponde más con la falta de ilustración y la estulticia que con la maldad, porque hay que ser imbécil, con perdón, para destrozar el medio ambiente y, sobre todo, para hacer que cientos de personas corran peligro de muerte de manera gratuita.

Estoy convencido de que el autor del fuego en La Cabrera (León) no tiene un hermano bombero ni un primo agente medioambiental y de que sus abuelos no vivían en Trabazos o en Losadilla, por ejemplo. Tampoco me cabe ninguna duda de que quien chiscó en Figueruela de Arriba (Zamora) no tenía a su hija en el camping que tuvo que ser desalojado ante el avance de las llamas y de que su mujer no pilotaba un avión de carga en tierra contra incendios. Y con seguridad, quienes provocaron los incendios de Medinilla (Ávila) o de Puente del Congosto (Salamanca) no tienen grandes amigos que conduzcan buldóceres o que formen parte de una cuadrilla de tierra, cara a cara con las llamas y en medio del humo asfixiante.

Me resulta imposible comprender que se pueda hacer daño o causar sufrimiento de forma deliberada, y en esa desazón intelectual entran categorías como el terrorismo, en cualquiera de sus manifestaciones; la agresión sexual, sea cual sea la edad o el sexo de la víctima; el robo por codicia, pereza o inadaptación y, por supuesto, el delito medioambiental que tan presente tenemos en Castilla y León.

En este contexto, no me extraña que nuestros responsables institucionales insistan en agradecer el trabajo denodado e ímprobo de los servicios de extinción y de que se mencione cada vez más la calificación de "delincuentes" para quienes salen a quemar los montes, además de pedir la colaboración ciudadana para intentar atajar o, cuando menos, reducir, el problema.

No se trata de mirarnos unos a otros de reojo o de que quienes amamos nuestros pueblos y gozamos de perdernos por las carreteras provinciales para llegar a localidades alejadas de los grandes núcleos de población debamos sentirnos perseguidos, pero también creo firmemente que la Guardia Civil siempre agradecerá cualquier indicación, sospecha, matrícula y descripción de algo que nos parezca raro o extemporáneo en el medio rural. Si, al final, resulta que era una falsa alarma, mejor prevenir que curar. Ahí es donde todos podemos ser útiles de verdad y hacer valer la mayoría de quienes cumplimos la Ley y respetamos al prójimo, empezando por la propia naturaleza.

Por el camino, tampoco estaría de más que se terminara esa estéril competición entre las administraciones, con aluviones de comunicados y notas de prensa para dilucidar cuál aporta más medios aéreos, quién es el más rápido en dar respuesta y qué efectivos resultaron ser más hábiles. A los ciudadanos de a pie nos importa muy poco o nada quién le pone el cascabel al gato. Es una discusión casi tan boba como la que hemos vivido hace unos días, al escuchar con asombro cómo había que distinguir entre víctimas catalanas y españolas.