Durante la semana que hoy concluye se produjeron en Castilla y León 95 incendios, la inmensa mayoría intencionados. El número de hectáreas calcinadas se mide en miles y miles, de las que unas nueve mil corresponden al fuego de La Cabrera leonesa, que ha quedado machacada. Nunca sabremos con exactitud la cuantía de los perjuicios materiales. Asimismo, ignoraremos, aunque nos lo supongamos, el daño moral causado a los habitantes de la zona, a esas gentes que han visto destruidos campos, montes, pastos, propiedades e ilusiones. ¿Cómo calibrar el alcance e impacto de esos rejonazos en el alma, de esa invasión de dolor, pesimismo, rabia e impotencia que acompañan a los efectos devastadores del fuego? No solo se queman pinos, robles o encinas; también arden sueños, esperanzas y recuerdos ligados a una forma de entender la existencia, a una manera de caminar por la vida. Se destruye el pasado, que es tanto como enterrar la memoria, lo poco que nos va quedando.

Hace un par de semanas recorrí parte del área calcinada por las llamas en Cañizal de Rueda, un pueblo leonés deshabitado situado entre las riberas del Porma y del Esla, cerca de Mansilla de las Mulas. El espectáculo era aterrador, de los que te hacen sangrar las entrañas y te alimentan un desasosiego brutal que no cede ni aunque cierres los ojos y cambies de conversación. Afortunadamente, los servicios de extinción lograron parar el fuego antes de que entrara en unas quebradas plantadas de pinos y con bastantes arbustos que hubieran prolongado el desastre kilómetros y kilómetros, hasta las montañas de Boñar. Sin querer, y ante la masa aun verde que contemplas, piensas en esa terrible posibilidad y el sentimiento se vuelve negro, muy negro, tan negro como el suelo que holla en ese momento el coche y que desprende una ceniza testigo fiel de la barbaridad. Nunca antes había visto tan de cerca los efectos de un gran incendio forestal. Nunca se me olvidarán ni visiones, ni sensaciones, ni las reflexiones que te provoca.

Por eso no me ha sido difícil ponerme en la piel de las gentes de Encinedo, Truchas, La Baña y demás aldeas de La Cabrera leonesa. Y de las gentes de Sanabria que temieron que las llamas llegaran a sus pueblos a través de sierras donde el fuego lo tiene fácil. Y por eso, y por muchas cosas más, a uno le da por preguntarse si no hay remedio para estos problemones, si tenemos que resignarnos a que un verano sí y otro también arda media España. Lo damos por hecho, lo admitimos como algo inevitable, lo llevamos ya dentro del ADN estival, lo consideramos normal, propio de la época, como las vacaciones, la playa, el calor, las fiestas del pueblo y las merendolas con los amigos. Fatalismo puro contra el que luchar parece una tontería, ganas de perder el tiempo porque da la impresión de que, hagamos lo que hagamos, siempre habrá incendios devastadores, parajes abrasados y personas desesperadas. De verdad, ¿no se puede hacer nada más?

Cuando, por estas fechas, llegan los siniestros, a las ilustrísimas autoridades se les llena la boca diciendo que es necesario acentuar las medidas de prevención. Ya lo afirma el refrán: es mejor prevenir que curar. El problema es que se dice pero no se hace. Todo el mundo está de acuerdo en que los fuegos se apagan en invierno, o sea que hay que limpiar los montes para evitar que arbustos, maleza y ramas secas se conviertan en gasolina. Sin embargo, los montes, o la mayoría de ellos, siguen sucios invierno tras invierno acumulando leña con vocación de pólvora.

Después viene el rito de la presentación de la campaña: tantos medios materiales y humanos, tanto presupuesto, tales novedades, positivas todas ellas, claro, tantas mejoras?Y poco más tarde, protestas de los agentes forestales y de los sindicatos porque faltan medios, incentivos, personal? Y quejas, esta vez procedentes de distintos ángulos, porque el monte continúa como estaba, es decir hecho una porquería. Y luego vienen los criminales desalmados que chiscan y se esconden, y los lamentos y las peticiones de colaboración, y los análisis de lo ocurrido, y las promesas de desbrozar el monte. Y así se cierra el círculo. Mientras tanto, las buenas gentes del lugar se acuerdan de cuando andaban por allí rebaños de cabras, ovejas y vacas y tenían aquellas soledades sin una hierba ni un arbusto. Pero ahora ni cabras, ni ovejas, ni vacas. Y dentro de poco ni personas. Dominio de jabalíes y lobos. Y de los fuegos.

Repito la pregunta: ¿no se puede hacer más de lo que se hace?, ¿o es que faltan imaginación, arrestos, ganas de asumir riesgos e impulso político? Lo que es evidente es que con lo que se hace ahora no basta. Algo, y gordo, está fallando si en una semana se han contabilizado 95 incendios.