Enamorados de la muerte ajena e incluso de la suya, los soldados de la guerra santa acaban de dejar otro reguero de cadáveres en las Ramblas de Barcelona. Meses antes habían hecho lo propio -y por el mismo método- en Niza, en Berlín, en Londres y en Estocolmo, ciudades pecadoras sobre las que cayeron las ruedas de purificación de camiones y furgonetas alquiladas para aplastar a los infieles.

Nada nuevo hay en esta excitación que a algunos les produce la muerte, por más que ese impulso resulte algo anacrónico a estas alturas del tercer milenio. La religión y la patria han sido históricamente las principales causas de mortandad en el mundo. Muy por encima de la peste bubónica o de cualquier otra afección desatada por causas de las que solemos llamar naturales.

Lo de los yihadistas es pura necrofilia, concepto que la Academia define como atracción por la muerte o por algunos de sus aspectos. También como el placer erótico que algunos trastornados encuentran en la producción de cadáveres.

Freud describió esta pulsión de "odiar y aniquilar" como una disposición agresiva del ser humano que, a su juicio, constituía "el mayor obstáculo con el que tropieza la cultura". En el enfrentamiento entre Eros -el amor- y Thanatos -la muerte-, el primero de esos impulsos tendería a la cohesión y la unidad; en tanto que el segundo apostaría por la destrucción que convierte el estado orgánico en inorgánico. O a una persona en difunto, para decirlo de manera más llana.

A los devotos más extremados de Alá, que sin duda son minoría, los pone palotes la muerte. La de los demás, por supuesto; pero también la propia, que en el caso del Islam trae como recompensa setenta y dos vírgenes en el cielo. Es así como el buen mahometano podrá fornicar en el otro mundo todo lo que no ha podido hacerlo en este, quizá por falta de habilidades.

Otras religiones tuvieron su momento de muerte y tortura en tiempos de la Inquisición, un suponer; pero el paso de los años y la llegada de la civilización les ha hecho adoptar formas más razonables de comportamiento. No es el caso de ciertas creencias islámicas cuyo calendario, acaso no por casualidad, ande aun por el año 1438, frente al 2017 de la cristiandad y al 5777 del judaísmo.

Los que tomando el nombre de Alá en vano siguen empeñados en sembrar de muerte y desolación las calles de Europa, América y el mundo en general son gente esencialmente anacrónica. Viven todavía en la Edad Media, época en la que la tolerancia -hoy virtud elogiable- se interpretaba como un signo de debilidad.

Son especímenes de otro tiempo para los que las ideas y/o creencias de los demás representan una blandura propia de los herejes; y la libertad, uno de los muchos pecados que afligen al corrupto liberalismo de Occidente. No hay razón para discutir con los infieles, si se les puede convencer a tiros, mediante bombas o aplastándolos bajo las ruedas de una furgoneta.

Así es cómo ha nacido el Estado Islámico que se atribuye la masacre de Barcelona, junto a Al Qaeda y demás franquicias de esa boyante industria dedicada a la fabricación de muertos. Ninguna culpa de esto tienen los musulmanes en general, naturalmente; pero quizá debieran protestar con más energía por lo que otros están haciendo en su nombre. No vaya a ser que los atacados acaben por meterlos a todos en el mismo saco que a los maridos de la muerte.