De un tiempo acá, es como si el terrorismo se hubiese convertido en la mayor amenaza a nuestra sociedad. Hablo de esa locura que de forma inesperada viene a romper la rutina de un parque o una estación de ferrocarril cualquiera. La última sucedió hace días en las Ramblas de Barcelona. Eran las cinco menos diez de la tarde y, por más que lo intento, no se me va de la cabeza la imagen de un cochecito de bebé abandonado junto a un árbol entre ambulancias y furgones policiales. Desde aquí, mi sentido homenaje a las víctimas y toda la solidaridad con sus familiares.

Como millones de españoles tengo el corazón roto pero, por encima del desconcierto, sigue intacto el convencimiento de que los descerebrados que han provocado sucesos de este tipo en New York, Londres, Madrid, París, Toulouse, Bruselas, Niza, Munich o Berlín, por citar algunos además del de Barcelona, llevan las de perder.

Venga de donde venga, el terrorismo siempre es enemigo de la Libertad. Una vez más, habrá que decir que es deleznable y unos miserables quienes lo propician. Todos. Sin ambigüedades. Habrá que gritarlo fuerte y claro para que no haya la más mínima duda, sin embargo, quizás convendría recordar que vivimos instalados en otro tipo de terror.

A diferencia del sufrido el pasado día diecisiete en Barcelona, éste del que hablo es permanente. Sutil. Apenas se percibe, pero, ¿acaso no son también un horror esas decisiones económicas que causan la muerte a doce niños en el mundo cada minuto que pasa? Sí, han leído bien: doce niños cada minuto. Tal vez estas víctimas no requieran la atención de los medios porque son menos impactantes que las de la furgoneta circulando a toda velocidad por una vía peatonal pero el hecho es igual de abominable. ¿Por qué no se le da, entonces, la misma cobertura informativa? ¿Por qué no se organizan coaliciones internacionales contra los responsables de tamaña atrocidad?

¿Por qué no, contra quienes estrangulan salarios o excluyen a los jóvenes del mundo laboral? ¿Por qué no, contra quienes recortan ayudas a la sanidad, dependencia o educación? ¿Por qué no, contra quienes propician la pobreza energética? ¿Por qué no se captura a los indecentes que no pagan impuestos y se les pone a disposición de la justicia sin esperar a que sus delitos prescriban? ¿Por qué no, a los corruptos? ¿Por qué no, a quienes diseñan laberintos financieros para ocultar sus fortunas al fisco? ¿Por qué no se ejecutan "acciones humanitarias" en cualquier rincón del planeta que precise defenderse del hambre o la opresión?

Ocurre que este tipo de terror pasa desapercibido. Quizás porque tan solo de tarde en tarde merece la atención de los medios, ya digo. O, tal vez, porque preferimos cerrar los ojos a una realidad insoportable. No sé. Desconozco la razón que hace invisible el problema aunque presiento que tiene mucho que ver con la indiferencia, esa maldición a la que parece estamos condenados. En cualquier caso, con la injusticia social no debiera jugarse. No tiene sentido utilizar este tipo de tropelías para lucimiento personal elucubrando teorías más o menos brillantes que provoquen el aplauso del auditorio. No, ningún sentido. Lo importante, para vergüenza de todos, es que suceden y con las lacras sociales no vale la palabrería. Tan solo la determinación de aplastarlas.

Dicen los que saben, que nunca el mundo fue tan desigual. Países en los que sus ciudadanos a duras penas sobreviven, corrientes migratorias que huyen sin saber muy bien a dónde. Por doquier ruinas y un paisaje de derrotas.

El Hombre y el destino, una vez más, frente a frente. Edipo, de nuevo, a merced de fuerzas inexorables. Igual desconcierto, el mismo desamparo que angustiara al rey tebano en aquella ciudad asolada por la peste. Otros dioses, sí, pero tan mezquinos como los que denunciara Sófocles hace más de dos mil años. Nada nuevo, por otra parte. Al fin y al cabo, la indefensión del Hombre frente al poder es un relato que se repite fatalmente a lo largo de la Historia, pero esta vez con final incierto porque a poco que uno preste atención podrá escuchar un rumor inconfundible en determinadas capas de la población. Es el de la indignación y crece amenazador.

En las grandes ciudades, la frustración se extiende incendiaria. Barriadas enteras convertidas en polvorines en ciudades como París, Londres, Bruselas o New York. Eso, al menos, dicen los expertos y, de ser así, más pronto o más tarde estallarán. Parece inevitable.