En una tierra como la nuestra, con un pasado de miles de historias personales y colectivas que tuvieron que escribirse en otras latitudes, a cientos o incluso miles de kilómetros de distancia del lugar de nacimiento porque aquí no había posibilidades de labrarse un futuro o, como dice un viejo amigo, de ganarse las habichuelas, es frecuente que en estas épocas del año se produzcan reencuentros de viejos amigos o conocidos. En algunos casos, reencuentros de personas tras muchos años sin verse las caras, sin escucharse la voz y sin decirse, como se hace habitualmente con el vecino de enfrente, un hola o un adiós. El verano es lo que tiene en el mundo rural, que a veces produce fenómenos extraordinarios y novedosos con respecto a lo que sucede durante el resto del año. Es una metamorfosis puntual, concentrada en apenas uno o dos meses, pero que deja un impacto espectacular en las relaciones sociales y, en definitiva, en la vida cotidiana de nuestros pueblos.

En estas dos últimas semanas yo mismo he sido protagonista de algunos de estos reencuentros inolvidables. En mi pueblo de origen, al que acudo de higos a brevas, como se dice habitualmente, me encontré hace unos días con unas antiguas vecinas que no veía desde hacía muchos años. Unas vecinas que siempre fueron muy amables con mis hermanos y, de modo particular, con mis padres, con una historia familiar única e irrepetible, típica de los años sesenta y setenta en muchos pueblos de España, una realidad que muy bien podría ser inspiradora de una novela, un documental o una película de cine. En ese paseo también vi a un primo, cuyo nombre tuve dificultades en recordar en el primer contacto visual. Y también aparecieron en escena otros vecinos, junto a la vieja fuente, que relataron sobre todo los fallecimientos que se habían producido en los últimos meses y que habían dejado al pueblo bastante diezmado. El caso es que estos breves encuentros me produjeron una conmoción emocional de tal envergadura que aún perdura.

Pero el acontecimiento más especial lo he vivido hace cuatro días. Tras 33 años sin vernos, me reencontré con una amiga a la que había perdido la pista por razones que no recuerdo. La verdad es que apenas había compartido el tiempo con ella y con su hermana durante unos meses en 1984; sin embargo, lo bonito es que la amistad se fraguó en los viejos trenes que hacían el recorrido entre Zamora y Salamanca, cuando todavía circulaban por la Vía de la Plata aquellos ferrobuses que transportaban historias que hoy son solo recuerdos personales y que también esperan un relato, un documental o una película de cine. El reencuentro con esta vieja amiga, a la que he podido rescatar del rincón de la memoria a través de otras personas, ha servido para hacer balance del tiempo que hemos vivido y para rememorar a personas que ya no están físicamente con nosotros pero que, sin embargo, aún nos acompañan. Pero también ha sido un momento mágico para hablar de las cosas realmente importantes de la vida, esas cosas que a veces solo valoramos cuando ya no queda más remedio.