Se evidencia en la vieja Europa un repunte xenófobo y racista. Dicen que es en los momentos de crisis cuando se evidencian las hechuras de las personas y, en un contexto internacional revuelto, hay quien ha aprovechado para sembrar el miedo, que es apuesta segura. Como decía Eduardo Galeano, el miedo nos gobierna.

Tenemos miedo a perder todo lo conquistado: nuestros trabajos, nuestras casas, nuestros coches, nuestros hospitales, nuestras vacaciones, nuestras ayudas... en definitiva, nuestra tranquilidad, nuestra seguridad. El miedo es lícito y es una reacción en cierto modo razonable, especialmente cuando hay terrorismo de por medio. La llegada de migrantes a nuestras sociedades y las imágenes de los miles de refugiados agolpados de forma vergonzosa en los campos despiertan viejos fantasmas y reactivan viejas ideologías del pasado que creíamos extinguidas.

Pero hay otro miedo del que no se habla tanto. Es el miedo a vivir en una sociedad extremadamente egoísta, sucia y deshumanizada, alejada de las palabras de Pedro: "Tened todos unos mismos sentimientos, sed compasivos, amaos como hermanos, sed misericordiosos y humildes". La empatía, la capacidad para sentir lo que el otro siente en sus circunstancias o, en otras palabras, la capacidad de ponernos en el pellejo del otro, nos abre a una nueva perspectiva, nos desarma y nos da pistas para enfrentarnos al miedo.

Huir del que huye de la guerra o de la pobreza no parece una actitud justificable a la luz del Evangelio. Ni alejarse del diferente, del que está solo, del último, del que nadie quiere. ¿No debería ser este miedo, el de estar tan lejos de lo que decimos creer que acabemos viviendo en una hermosa casa vacía, el que deba ponernos en alerta para actuar?