El turismo es una industria que encierra, al menos, un conflicto de intereses y un relato que lo presenta como la solución contra la pobreza estructural. Esto viene de la consideración que la Organización Mundial del Trabajo difunde sobre este sector, al señalar que puede ser la tabla de salvación de los países no industrializados e incapaces de hallar otros recursos con los que subsistir. Se trata de una cuestión que afecta a muchos ámbitos de la vida, fundamentalmente la de las comunidades receptoras. La creciente voz contestataria de estas comunidades es precisamente lo que está visibilizando el problema y el surgimiento de un debate necesario que no se resolverá demonizándolo o ignorándolo.

Las crisis económicas afectan de manera desigual a los grandes capitales y a las personas que no tienen medios suficientes. El primero impone, gracias precisamente a la coyuntura lógica de recesión, esa forma de turismo sobre las comunidades más castigadas, vendiéndoles la solución económica de las multinacionales como modo de salir de la pobreza. Les vienen a decir, están ustedes en las últimas, así que abran las puertas a nuestro modelo porque la alternativa es nefasta. Pero la mayor parte del beneficio de este sector acaba en las cuentas de las compañías aéreas, las cadenas hoteleras y las touroperadoras. No considerar los saberes, las culturas, los conflictos, las realidades locales es consecuencia de una imposición (más violenta en los países del Sur) de los intereses del capital sobre los intereses de los individuos y sus grupos.

Los conflictos se encuentran en lo material y en lo social. Dentro de lo material, y atendiendo solamente al Estado español, cabe preguntarse cómo repercute esa supuesta riqueza entre las partes implicadas más débiles: trabajadoras y comunidad receptora. Si pensamos en el peso del turismo en el PIB -alrededor de ciento veinticinco mil millones de euros-, las personas asalariadas del sector se preguntan por qué entonces esos sueldos trabajando cien horas a la semana. En Baleares, en dos mil dieciséis, la facturación empresarial subió tanto que, en octubre, ya se había ingresado más que en todo dos mil quince y, sin embargo, los salarios bajaron. La riqueza existe, pero no se reparte.

Por otro lado, el idealismo de este modelo de turismo (un modelo lógico con el modo de producción que lo define), no comprende los límites biofísicos que traspasa. Un crucero de esos que llega a Palma contamina lo mismo que doce mil coches. Coches que, por otro lado, configuran un paisaje mátrix desde el avión. El consumo responsable de recursos que los eco-civilizados centroeuropeos asumen en sus lugares de origen es aparcado aquí, donde no encuentran restricciones de ningún tipo, no vaya a ser que no regresen. Esta masificación y forma de consumir se traduce en un colapso de las instalaciones de depuración que obliga a vertidos contaminantes. Además de la evaluación macro en el PIB, ¿hemos tenido en cuenta el coste ecológico de este modelo? ¿Dónde están las cifras de los gastos que las administraciones locales (es decir, nuestros impuestos) deben asumir en el suministro y mantenimiento de los servicios? Desde esta perspectiva, la industria del turismo parece más una transferencia de capital público hacia los fondos privados de las multinacionales del sector.

El turismo, como dijo alguien lúcida es, por lo tanto, un escenario de la lucha de clases. Los nativos de Baleares comienzan a resistirse (y desde abajo) a la expulsión de sus barrios, a la degradación de su ambiente y a la imposición de unos modos de vida que no atienden a sus intereses materiales y culturales. Las pegatinas en los coches de alquiler son parte del paisaje que expresa un intento de organización local dentro de una realidad más compleja que el discurso que lo atribuye a manos negras radicales. Cuando las personas comprueban que las instituciones escuchan solamente a los intereses del mercado internacional y no a los de quienes se supone que las eligieron, desarrollan formas nuevas de expresión y protesta que son legítimas. Ellas y ellos son quienes deben decidir qué lugar es el que quieren habitar. Ni el gobierno de Madrid, ni el de Nueva York. Ellas.

En cuanto a lo psicológico y social (si es que esto se puede separar de lo material) partimos de que el turista desembarca para comprobar lo que ya sabe de las fotos y los vídeos en las webs. Al turista no le interesa el día a día ni la cultura del pueblo que visita. No quiere toparse con la parte de atrás que alberga a las vecindades desplazadas por la gentrificación. Y para eso es necesaria la irrealidad de las zonas turísticas. La ciudad se convierte en una mercancía, no en el hogar de quienes allí viven todo el año. Esta manera impuesta de comprender y ordenar los espacios urbanos se traduce en una profundización de las desigualdades, en la homogeneización (mcdonalización) de los espacios para que, allá donde vayamos, encontremos lo mismo. El turista es, de este modo y tal vez, una víctima más, porque no ve más que lo que le han dicho que tiene que ver. En este sentido, la gente de los países receptores sufre esa cara del turismo que es metonimia. En el nuestro, sin ir más lejos, nos hemos encerrado tanto en las sevillanas y la playa que desde fuera se ha terminado por identificar toda la diversidad de los pueblos del estado español con las sevillanas y la playa. Cualquier expresión cultural creciente, la pugna por una identidad que es suma de identidades, los diversos modos de vivir y organizarse, las luchas por el mantenimiento de un modelo concreto o su cambio, quedan ocultas. Este es el resultado de la simplificación de los lugares, cuyo objetivo es crear un producto exclusivo, vendible, interpretable desde los códigos culturales del visitante. De esta forma, los canales se convierten en la cultura italiana. El Taj Mahal en la India. Además, existen formas supuestamente alternativas de turismo que el modelo actual utiliza como sumidero de potenciales disidencias. Es el caso, por ejemplo, del turismo de mochila, que supone una masificación insoportable en muchas zonas de México y que resulta ser otra forma moderna de colonialismo. O el que pretende la híperrealidad del sobrecogimiento, lo que algunas antropólogas llaman turismo negro (visitar la zona cero de catástrofes naturales o los campos de concentración de Auschwitz), y que no pueden escapar de la misma lógica. En estos casos, se prepara el producto (cultura indígena, momento histórico) alrededor de un mito, se empaqueta y se vende. Igualmente, el turismo de cultura, que busca contemplar el patrimonio histórico-artístico es, también, dadas las lógicas actuales del capital, peligrosa, ya que cae en la museificación, la espectacularización y por lo tanto mercantilización de esas culturas y sus expresiones; para encontrar a los vecinos que antes habitaban en las zonas que hoy son turísticas hay que irse a otros lugares de la ciudad que no gustan tanto. Y no están de vacaciones. Fueron expulsados.

Someter a una crítica seria este modelo es necesario. No se trata de la posición irreflexiva de radicales extremistas sino la toma en consideración de quienes habitan los espacios afectados. El modelo actual de turismo que se desarrolla en Occidente (entendido no solo como territorio sino como ocupación política de los países del Sur) es idealista, sencillamente porque supera los límites biofísicos del Planeta y desprecia las lógicas vivenciales de la gente que ofreció su hospitalidad y a la que acabaron robándoles los barrios. El problema no solo afecta a un sector industrial, sino que permea en todos los ámbitos de nuestra socialidad. Negar estas consideraciones de partida, en vez de discutirlas y enfrentarlas al imaginario social dominante y esparcido por los grandes medios de comunicación es, al menos, muestra de un desconocimiento profundo, si no de intereses más feos.

El invento de conceptos como turismofobia, que pretende criminalizar a las más afectadas por el problema, es un intento para que este debate necesario no tenga lugar. Si es posible un tipo de turismo respetuoso, ha de ser insumiso, y sus beneficios deben acabar en las comunidades receptoras. Conseguir esto requiere una participación local que ponga encima de la mesa los intereses materiales y simbólicos, los rituales, los conflictos, los saberes populares, las dinámicas sociales y las historias de cada una de esas comunidades. Si continuamos encerrados en la máxima de que lo importante es la oferta y la demanda, vender el producto lo máximo posible y maximizar el beneficio de las inversiones de capital, nunca atenderemos a los diagnósticos de las consecuencias que esta actividad vuelca en las personas que resisten en sus pueblos invadidos y en las trabajadoras. Es decir, en la mayoría abrumadora que vive en el mundo.