Odiando como odian al forastero, al diferente y al que no es de su tribu étnica o financiera, parece lógico que algunos patriotas hayan alumbrado también la "turismofobia" que estos días campa por España. Después de todo, los turistas son gente de fuera y se merecen que les pinchen las ruedas del bus y se les conmine a abandonar Barcelona o cualquier otro lugar con pintadas en las que se ha sustituido el viejo "Yankee, go home" por el "Tourists, go home".

El secesionismo extremo abunda en manías, como alguna gente añosa. A sus partidarios no les gusta el capitalismo, consideran un engaño la democracia burguesa y, según sus detractores, padecerían también una variante leve de la hidrofobia, que en griego antiguo es la aversión al agua, aunque también un sinónimo de la rabia.

Esta del turismo podría ser una reacción algo tardía contra el fundador del diabólico PP, Manuel Fraga, quien siendo ministro del ramo en un gobierno del Innombrable llenó España de suecas, guiris y paradores. Desde aquella infausta fecha, la afluencia de extranjeros no ha parado de crecer.

En sus comienzos el turismo era un gran invento: o así lo sostenía el título de una película setentera protagonizada por el inefable Paco Martínez Soria. El actor era el icono de aquella España de boina y botijo a la que tanto contribuyó a sacarle el pelo de la dehesa la llegada al país de hordas de guiris con sandalias y pantalón corto. Además de bikinis, muchos traían extrañas costumbres e ideas democráticas que poco a poco fueron ensanchando la perspectiva mental de los nativos, poco viajados entonces.

El turismo ayudó también a financiar el desarrollo de España durante el tardofranquismo y, lo que es más importante, a liberalizar las costumbres levemente calderonianas que el régimen había impuesto al país. Y a crear, accesoriamente, una poderosa industria hotelera que hoy gestiona gran parte de los equipamientos de Cuba, Latinoamérica y, en menor medida, Europa.

La avalancha turística puede resultar incómoda para las poblaciones locales que a la vez se benefician de él. Mayormente en lugares como Venecia, Florencia, Praga, Santiago, Nueva York o la propia Barcelona que estos días anda en coplas en todos los periódicos del mundo a causa de la ruidosa guerrilla antiturística. Y eso que todavía no han empezado a llegar los chinos por millones.

Visto por el lado bueno, el invento del turismo resulta, sin embargo, un magnífico negocio. No es que España viva en exclusiva de esta actividad, pero ayuda lo suyo al equilibrio de las cuentas del país. Y tal vez sus ingresos contribuyan a diversificar la economía, como sugiere -un suponer- el fuerte incremento de las exportaciones.

Nada de esto conmoverá a los briosos luchadores que quieren erradicar el turismo y sus molestias. Puede que sea una política de campanario, pero resulta coherente con sus deseos de regresar a los hábitos comunales de la tribu y a la pureza original de las costumbres locales. La Arcadia feliz tiene un precio.