Zamora es la Ciudad del Románico. Más de veinte iglesias de ese estilo resisten en nuestra ciudad desde aquellos lejanos siglos XII y XIII. Ninguna otra ciudad del mundo ofrece tantos ejemplares. Por eso, cuando llega algún forastero, consideramos que la mejor propuesta para agasajarle es: "Mañana iremos a ver las iglesias románicas". Y así lo hacemos. De la mañana a la noche, con una breve pausa para comer, nos dedicamos a enseñarle todo el románico. Uno tras otro van desfilando los veinte templos. La mayoría puede visitarse en su interior, merced a un convenio entre varios organismos. Otros, solo se pueden ver por fuera. Al terminar la jornada, preguntamos satisfechos qué les ha parecido. "Pues?". No saben ni qué responder. Están apabullados de tanto románico. Confunden unas iglesias con otras: La Horta y la Nueva, el Viejo y el Burgo, San Cipriano y San Claudio, Santo Tomé y San Frontis? Tienen en la cabeza un revoltijo de ábsides, capiteles, portadas? Están mareados de correr de un lado para otro, de subir y bajar de la muralla a los barrios. "Pues?". No se atreven a contestar para no decepcionarnos. Por fin, preguntan con voz tenue que si esto lo hacemos habitualmente. "No, hombre. Nosotros no necesitamos ir nunca a verlas, porque las conocemos desde niños. Esto lo reservamos para cuando viene gente de fuera. Así, aprovechamos para recordarlas".

Como dijo alguien: un pastel está bien, pero veinte pasteles juntos? Pues lo mismo: una iglesia románica está bien, pero veinte iglesias románicas de golpe y porrazo? Hemos conseguido que nuestros desdichados viajeros odien el románico. No lo relacionan con belleza, arte e historia, sino con mareo, sudor y fatiga. Para que esto no vuelva a ocurrir, me permito recomendar una breve guía de bolsillo titulada: "El románico zamorano al alcance de todos". En ella se incluye un "Recorrido básico de dos horas para conocer lo fundamental". Explica cómo desterrar el cansancio y el aburrimiento. También aconseja una breve pausa gastronómica entre iglesia e iglesia para asentar los conocimientos. Empezaremos con la mejor portada: la Magdalena con sus arquivoltas repletas de adornos vegetales. Pasaremos a ver el mejor sepulcro: un exquisito trabajo escultórico que representa el espíritu de una dama llevado al cielo por unos ángeles.

La segunda portada más apreciada es la de San Juan, que cuenta además con un detalle bellísimo: un rosetón de una armonía y perfección nunca vistas por estos lares. La mejor torre que se alza en el cielo zamorano es la de San Vicente. Santiago el Burgo es la única que conserva tres naves. El mejor ábside es el de Santa María la Nueva, una hermosa conjunción de arcos, ventanas y capiteles. Dentro se guarda la mejor pila bautismal románica, aparte de un Cristo Yacente que dejaremos para otra ocasión. La iglesia de San Cipriano es la mejor para fijarse en esos detalles que gustaban en aquellos tiempos lejanos: un relieve, una hornacina, una reja en la ventana? Si deseamos ver los mejores capiteles, habrá que bajar hasta la iglesia de San Claudio de Olivares. Una vez en su interior nos fijaremos en unos centauros labrados de forma magistral. Y, es cierto, todavía queda mucho por ver. Pero de lo que se trata es de amar el románico, de saborearlo con deleite, no de empacharnos de él. Como dijo alguien, lo poco agrada y lo mucho cansa.