Acabo de leer una noticia inquietante: nuestro disco duro del cerebro puede que empiece a fallar por el olfato. Los olores tienen su espacio reservado en el archivo de nuestros recuerdos pero un hacker llamado alzhéimer anda borrando esa pista aérea de la memoria.

El escritor y Premio Nobel Gabriel García Márquez relató en un libro titulado "El olor de la guayaba" los pormenores de su obra literaria junto con abundantes detalles de su historia personal desde la infancia. El título del libro apela al sentido del olfato para resumir la fuente de inspiración creadora que le acompañó al autor. Otro escritor, Marcel Proust, tuvo la genialidad de darnos la abundante hornada de su obra literaria empezando por una magdalena. Un servidor se crió en el sagrado respeto por el pan que besábamos, al recogerlo, si acaso caía al suelo. El olor de pan reciente es el señuelo que nos retorna a la infancia. Pan de trigo, ese pan que en forma de hogaza con corteza, tal que una piel morena y saludable, entraba en casa y era el alimento imprescindible de todos y en todo momento. Algo así como una eucaristía doméstica oficiada sobre el mantel sagrado del trabajo de quienes nos lo procuraban.

Bien se ve que nací en Tierra del Pan y con uno bajo el brazo. Si el capricho de un tatuaje me viniera a la cabeza, el dibujo que pondría -si no fuera bastante el de estas letras en la piel de la cuartilla- sería un pan, con todo lo que espiritual y corporalmente significa. Tengo enmarcada la lámina de un cuadro de Dalí, pintor de cosas con realismo engañoso, tergiversado, onírico, surrealista al cabo; pero en este caso el cuadro que cuelga en mi casa contiene escuetamente un pan, no echándose de menos otros elementos u objetos propios del bodegón. Estoy viendo ese pan sobre la mesa en una estancia con luz tenue, tamizada; es la luz del interior de una alacena, como si al llevarlo de allí hasta la mesa, con él hubiese venido también la leve sombra que le envolvía; una imagen que contemplo cada día como quien reza de memoria, como quien ama de memoria y de memoria sabe lo que ama.

Zamora capital, tuvo su olor característico a galleta muchos años. Un potente obrador industrial dejaba en el aire un perfume de hornada que saludaba al forastero. Hoy las ciudades nos reciben con ruido y contaminación. Del olor mejor no hablar. "Huele, Sancho, y no es a ámbar" decía Don Quijote. Por eso, como Proust, cuando uno se pone a escribir sobre sus recuerdos anda "En busca del tiempo perdido" (À la recherche du temps perdu) con esa ilusión de recobrar olores de pan reciente o las pastas de antruejo. Uno nunca escribirá tantas páginas de alta literatura, como el autor francés, con el desencadenante del sabor de una rebanada de pan blanco, una galleta crujiente o una magdalena, pero les aseguro que esa primera caligrafía de los aromas de infancia lleva tiempo escrita en el pergamino más valioso de mis recuerdos.