Hace poco más de un mes se clausuraba en la Fundación Mapfre (Madrid) la exposición de pintura titulada "Retorno a la belleza. Obras maestras del arte italiano de entreguerras". La muestra pictórica era bien explícita en su intención reivindicativa de maneras de pintar un tanto ajenas a las vanguardias de la época que, recordemos, empezaron distanciándose de los cánones clásicos y acabaron creando lo que hoy entendemos genéricamente como arte moderno. Por ello lo de "retorno a la belleza" es acertado resumen para englobar la obra de pintores que no sólo no quieren romper con el arte del pasado sino que se acogen bajo sus normas y patrones; lo contrario de las vanguardias que eclosionan en ese período de entreguerras con tanta ansia de originalidad como de provocación y "deconstrucción". El Cubismo y todos los "ismos" siguientes se encargaron de darle corte de mangas a la Victoria de Samotracia que, desde el Museo del Louvre, seguía sacando pecho contra los vientos de los jóvenes iconoclastas de Montmartre. Pero, como reza el título de la exposición arriba mencionada, artistas hubo que en lugar de seguir las sendas del sinsentido: dada, de los fauves: fieras, de la abstración, el surrealismo u otras modas rompedoras con el pasado, prefirieron mantener el voto de obediencia al arte clásico con una visión contemporánea y seguir buscando inspiración en la herencia artística abrumadora que recibieron de cuna; hablamos de los pintores italianos reunidos en la muestra Retorno a la belleza. Algunos como Modigliani, sin pertenecer a ese grupo, creaban a dos manos: una hacia el futuro y otra agarrada al pasado de la tradición clásica, pintando con ardor cuerpos esplendorosos mientras se dedicaba a conciencia a demoler el suyo.

Cuando París ardía con el incendio estético de las vanguardias, un zamorano, de Cerecinos de Campos, caminaba entre las llamas con audaz atrevimiento: Baltasar Lobo. Estuvo a la izquierda de casi todo, pero se mantuvo centrado en una idea artística personal muy equilibrada y a la vez moderna, original pero no iconoclasta, contemporánea y cosmopolita, poética y nada prepotente. Encontró su propio lenguaje artístico, como se suele decir, y en medio del Babel parisino de modas artísticas en continua efervescencia, no abandonó a la belleza, esa primera novia inspiradora de los más puros sentimientos y anhelos. En Lobo se reiteran dos conceptos: Pureza (blancura, curvas de piedra que parecen nubes) y Anhelo (maternidades de admirable ternura que tienen inspiración en los mármoles de Miguel Ángel; niños y niñas: formas ingrávidas de alegría sin fecha de caducidad).

Me creerán si les digo que contemplo las esculturas de Lobo y escucho a san Juan de La Cruz: "Vuélvete paloma/ que el ciervo vulnerado/por el otero asoma/ al aire de tu vuelo y fresco toma". Nuestro escultor es un místico sin proponérselo. Tiene su obra, de líneas armónicas y cálidamente modeladas, aire sereno y espiritual. Suaves formas en ascenso como cuerpos que levitan en oración. Equilibrio y movimiento juntos, transmitiendo una serena belleza que nos colma de paz. No en vano empezó su formación con un imaginero. Sabía que la belleza era un diosa reverenciada en la antigüedad pero "olvidada y ofendida" por la Europa que antaño le construyó templos. Miren por donde la primera sede del legado artístico de Lobo fue la iglesia de San Esteban, en Zamora. Curiosa casualidad. El retorno a la belleza en Lobo no ha lugar porque nunca hizo por abandonarla. Demos gracias porque mucha obra del artista haya regresado a su tierra.