Con motivo de los veinte años del asesinato de Miguel Ángel Blanco por miembros de ETA se han sucedido a lo largo de todo el país los actos de recuerdo y homenaje tanto del joven edil del PP como del conjunto de las víctimas del terrorismo. Y creo que la mayoría de ciudadanos queríamos y creíamos que estos actos serían una manifestación rotunda y unida, como lo fueron las que se sucedieron espontáneamente los días previos y los posteriores a aquellas fatídicas cinco de la tarde, hora tan de cita con la muerte, del 12 de julio de 1997 en que dos disparos en la cabeza anticiparon la muerte que se produciría en la madrugada. Pero nos hemos equivocado una vez más; o no, nos han equivocado una vez más los políticos que nos representan, o debieran hacerlo, y las redes sociales, foro desaforado donde la libertad de expresión no filtra que expresarse en libertad no presupone no decir idioteces.

Pero si lamentable ha sido la falta de unidad, más lo son los comentarios y justificaciones y lamentaciones. Por Miguel Ángel, no, por todas las víctimas del terrorismo y, muletilla, por la no instrumentalización política de las víctimas, y por las víctimas en general de violencia, como en el acto al que yo asistí en un pueblo de la serranía madrileña. Vamos, que solo ha faltado que de paso homenajeemos a los caídos en el valle de Arán o a los de Alhucemas, que no estuvo mal como victimario. Y que si los edificios públicos están o no para mostrar imágenes de víctimas, o no puede ser, claro, cuando eran terroristas los caídos sí aparecían sus fotos en algunas instituciones regidas por algunos tan próximos ideológicamente a los que ahora se oponían a la foto de Miguel Ángel.

Mal me parece que se instrumentalice políticamente a las víctimas del terrorismo, como hacen en más de una ocasión los unos y los otros, pero no olvidemos que la mayor parte de las víctimas lo fueron, justamente, por cuestión política, sea su adscripción a un partido político o pertenecer a un determinado cuerpo de seguridad o del funcionariado; por eso, justamente por eso, no por llamarse de una u otra manera, incluso en aquellos casos en que tuvieron nombres conocidos por el común de la sociedad. Así pues, cada uno hace los duelos, tan necesarios como magistralmente señala Joaquín Leguina, como puede, o le dejan.

Tampoco olvidemos que debajo de tanto matiz y coletilla se ocultan planteamientos políticos, con mayor o menor sustento ideológico y con mucho de captación de votos para cuando sea y, sobre todo, el no confesado temor a molestar, bajo la excusa de buscar la paz, a quienes durante décadas sembraron el terror en este país con sus actos y sus omisiones, como denuncian Iñaki Arteta o Fernando Aramburu. Pero guste o no, la realidad es que cada cual estuvo en el bando en el que estuvo: unos poniendo las pistolas y otros poniendo las cabezas, y muchos, la mayoría en silencio. Y la ruptura de ese silencio es justamente lo que se homenajea, una ruptura que se transformó en un grito contra el terrorismo no por Pepe o por Juan, sino por Miguel Ángel, que, de esta manera, con su asesinato, dejó de ser una víctima como las demás, no más importante, ni mucho menos, sino distinta y, por lo tanto, icónica. Da igual cuál fue la causa de que eso ocurriese (quizá la forma en que ETA acabó con su vida), pero ocurrió y la sociedad se estremeció como nunca antes lo había hecho. Eso que entonces se llamó el espíritu de Ermua supuso una inflexión en la sociedad, que no tanto en la banda terrorista que después mató a más de sesenta personas, y es el recuerdo de esa inflexión lo que se homenajea, inflexión que parte del asesinato de Miguel Ángel y lo convierte en un símbolo.

Más de ochocientos asesinados, un número difícilmente cuantificable de mutilados o con problemas psicológicos y una larga lista de familias destruidas son una razón suficiente para homenajearlas a través de quien, sin buscarlo, hizo saltar la voz unánime de repulsa contra ETA, pero lo hizo y por ello merece, cuanto menos, más respeto en su recuerdo. ¿Cuántos caídos hubo en la guerra de Cuba? ¿Cuántos hicieron actos heroicos hoy olvidados en aquella ocasión? No lo sé, pero en la plaza de Cascorro de Madrid, embocando el conocido Rastro, de quien se erige una estatua es de Eloy Gonzalo, héroe a su pesar.

Y es que, como señaló Unamuno, la Historia la escriben nombres propios, aunque la intrahistoria, sin duda con más valor, la escriban seres anónimos. Pero, con justicia o sin ella, son aquellos los recordados.