Es justo pensar que el asesinato de Miguel Ángel Blanco a manos de ETA concitó la repulsa casi unánime de la sociedad y marcó para los terroristas el principio del fin, aún no culminado con la disolución de la banda y la entrega real de todo el armamento. Y no es menos justo simbolizar en su nombre y figura la memoria de las víctimas mortales, más de 800 en aquellas décadas de infamia criminal. La diferencia de la ejecución de Blanco fue el seguimiento por todo el país, en tiempo real, de los comunicados y amenazas de la banda hasta el disparo final. Aquella vesania aún sigue estremeciendo a cuantos la recordamos. No menos horrendos fueron los crímenes que antecedieron y sucedieron al de Ermua, pero su conocimiento, posterior a la consumación y siempre abominable, no multiplicaba las cargas emocionales con la misma intensidad.

Está plenamente justificada la personalización de todas las víctimas en Miguel Ángel Blanco, pero no es moral ni políticamente obligatorio verlo así. A excepción de las minorías residuales que se niegan a condenar el terrorismo y ganan con ello el desprecio de las inmensas mayorías, las críticas y abucheos a la alcaldesa de Madrid por no colgar en la fachada del palacio de Cibeles una gran pancarta centrada en los 20 años de aquel asesinato, como lo hace por adhesión a otras causas, incide una vez más en el rechazo de la diferencia, consustancial al concepto de democracia pluralista. Si la mayoría municipal de Madrid consideró prevalente el recuerdo y homenaje de todas y cada una de las víctimas mortales del terrorismo, etarra y no etarra, es difícil entender dónde está el pecado. No solo porque la personalización haya sido y es iniciativa de un concreto partido, con todas las adhesiones que se quiera, sino también porque la diferencia no es de principio sino de interpretación y matiz.

La gran pancarta que expresaba el sentir de la mayoría municipal se hizo presente en las propias manos de quienes defienden la memoria global de las víctimas sin omitir el aniversario de Miguel Ángel Blanco. Si esto respondió a la presión de las críticas y los abucheos, aunque fueran de parte, tampoco es malo. Peor sería un enquistamiento que hiciese sospechosa la voluntad de Carmena y su gobierno municipal. Pero lo más sano sería en cualquier caso respetar la diferencia en un país en el que el dogmatismo unilateral fue causa de muchos estragos históricos y suma ahora 40 años de convivencia al amparo de la misma Constitución. Las cosas de la política y la gobernación han cambiado mucho más de lo que parece, y bienvenidos sean los cambios si no atentan contra la libertad de todos y el derecho pacífico la discrepancia.