Los hombres olvidan antes la muerte de su padre que la pérdida de sus posesiones, advertía Nicolás Maquiavelo en uno de sus consejos al Príncipe. Así lo ha confirmado, sin leer siquiera al maestro florentino, un miembro de la Generalidad de Cataluña que esos días de ahí atrás se mostraba dispuesto a ir a la cárcel, pero no a que le tocasen los bienes y cuentas corrientes. Razones no le faltaban al consejero Jordi Baiget, injustamente despedido de su cargo por decir lo que acaso otros recelen también en la intimidad. Una cosa es luchar por la patria arriesgando la pena de cautiverio: y otra mucho más aflictiva es que lo dejen a uno sin blanca.

Lo mismo, más o menos, ocurrió ya con algunos de los dirigentes bancarios a quienes la Justicia empitonó por adjudicarse gloriosas pensiones a cuenta de las entidades que habían dejado en quiebra. Podrían haber eludido la prisión sin más que devolver esos controvertidos dineros, pero quiá. Ningún castigo, ni aun el de la cárcel, es mayor que la pérdida del patrimonio, como bien advertía Maquiavelo en su manual de consejos a los gobernantes. Del trullo se sale; de la ruina, no.

Esto es lo que hace complicada una insurrección en cualquier país -como España, un suponer- en el que la inmensa mayoría del vecindario posea al menos un piso, un coche y quizá algún terrenito heredado. Vivimos los avecindados en esta parte de la Península dentro de un país religiosamente devoto de la propiedad, aunque no más sea la de una gallina.

El que tenga al menos una gallina no tarda en hacerse conservador, por modesta que sea esa pertenencia. De entrada, ha de buscar un corral en el que criarla, lo que exige un cierto desembolso y la necesaria estabilidad socioeconómica del país, para que las masas hambrientas no le arrasen el cercado.

El feliz si bien mínimo propietario pasará después a preocuparse por algo tan de derechas como la seguridad, no vaya a ser que algún caco le robe la gallina mientras está durmiendo. En cuanto alguien posee algo empieza a valorar el trabajo de la policía, de los jueces y de las leyes a las que se encomienda para que no le toquen lo suyo.

Una simple gallina puede transformar en gente de orden al más arriscado de los revolucionarios. No digamos ya una vivienda, un coche y uno de esos telefonillos móviles que a cambio de 900 euros te organizan la agenda y la vida.

La mera hipótesis de que el país pueda entrar en turbulencias, como los aviones, desata el santo temor de los propietarios a perder aquello de lo que disfrutan. No es el caso de los millonarios de verdad, que siempre pueden cambiar su empresa de un territorio a otro y guardar sus caudales en paraísos a salvo del Fisco, donde es fama que el dinero vive como Dios.

Los auténticos conservadores son los que poseen algún patrimonio, pero no el suficiente como para estar libres del riesgo de perderlo. Son las llamadas clases medias, mayoritarias en el núcleo de países desarrollados al que pertenece España, aunque cinco millones de votantes la ubiquen, erróneamente, en Sudamérica.

Nadie debiera reprocharle sus aprensiones al consejero del gobierno catalán que ha venteado el peligro y, para su desgracia, hizo público el temor que lo embarga. Quizá ha llegado a la conclusión, cierta o exagerada, de que lo más parecido a Maquiavelo que se despacha por aquí es Mariano Rajoy. Y no es cosa de que te quiten la gallina.